jueves, 19 de noviembre de 2009

Notas Lenguaje II

Buenos días:

Hoy, jueves 19 de noviembre, devolveré los trabajos y entregaré las notas de Lenguaje Informativo II.

Estaré en la oficina entre las 3:00 y la 5:00 de la tarde.

Muchas gracias.

lunes, 26 de octubre de 2009

Libros Lenguaje II

El oro y la oscuridad Alberto Salcedo Ramos
De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas. Alberto Salcedo
Con el sudor de tu frente. Patricia Nieto.
Lo mejor del periodismo en América latina. Varios autores.
Antología de grandes crónicas colombianas. Varios autores.
Medellín es así, crónicas y reportajes. Ricardo Aricapa.
La isla de Morgan. Una crónica desde las Cuevas de Medellín. José Alejandro Castaño.
Frutos extraños. Leila Guerriero.
Las crónicas de McCausland. Ernesto McCausland.
Antología de crónicas revista Soho. Varios autores.
Sentir que es un soplo la vida. Juan José Hoyos.
Hiroshima. John Hersey.
A sangre fría. Truman Capote.
Diez días que estremecieron al mundo. John Reed.
Retratos y encuentros. Gay Talesse.

martes, 20 de octubre de 2009

Trabajo próxima clase

Muchachos, deben realizar un trabajo en el que se cuente una historia sólo con sonidos.
Cogen una grabadora y tratan de hacer una historia completa en la que predominen los sonidos. Puede haber voces de personajes, pero ninguna de ustedes como narradores.
Cualquier inquietud, pueden escribirme al correo andrespuerta@udem.edu.co.
Gracias.

miércoles, 7 de octubre de 2009

El impreio de la Inca


Por Daniel Titinger y Marco Avilés No. 7, revista Etiqueta Negra

Color orina y sabor a chicle. Él no lo dijo, pero quizá lo pensó. Muchos lo piensan. En abril de 1999, el recién llegado a Lima presidente del directorio de The Coca-Cola Company, M. Douglas Ivester, tuvo que probar en público –para el público– la gaseosa que los peruanos preferían.
Entrevista de rigor. La prensa esperaba el trago definitivo. Él no lo dijo, pero quizá lo pensó: la bebida gaseosa más bebida en todo el mundo había sido derrotada, lejos de casa, por una desconocida. El brindis fue la claudicación: Coca-Cola no podía competir con Inca Kola, así que sacó la billetera y la compró. Perder, comprar, todo depende del envase con que se mire. Lo cierto es que la compañía que había hecho añicos a la Pepsi en Estados Unidos, y que en menos de una semana desbarató el imperio de esta bebida en Venezuela, que facturaba más de diez mil millones de dólares al año, que pudo conquistar el enorme mercado asiático, que auspiciaba en exclusiva los mundiales de fútbol y las olimpiadas, que distribuía botellas etiquetadas en más de ochenta idiomas, que alguna vez hizo de Buenos Aires la ciudad más cocacolera del mundo, que se había adueñado de Columbia Pictures, que estuvo a punto de comprar American Express, que fue publicitada por The Beatles y Marilyn Monroe, y que hacía que el emperador de Etiopía, Haile Selassie, subiera a su avión sólo para ir a comprarla a países vecinos, es decir, la Coke, nunca logró convencer del todo el paladar de un país tercermundista llamado Perú. Primera plana del día siguiente: «Presidente de Coca-Cola brinda con Inca Kola». Era Goliat arrodillándose ante David luego de la pedrada en la frente.

El gigante maquilló bien la herida. M. Douglas Ivester tomó Inca Kola con una enorme sonrisa: el sabor dulce de la derrota. ¿Dulce? «Demasiado. La gaseosa es horrible, no me gusta», respondió Gregory Luboz, francés en el Perú, a una de las preguntas que lanzamos por Internet. «It’s bubble gum. How do you like that thing?», escupió Ingrid, asqueada, desde Alemania. «Una rara avis, por su color y sabor indefinible», escribió el catalán Óscar del Álamo en su estudio La Fórmula mágica de Inca Kola para el Institut Internacional de Governabilitat de Catalunya. Pero esa «uncommon cola» sobre la que previene la guía de viajes South America, editada en Estados Unidos, despunta con el cuarenta y dos por ciento las estadísticas de preferencias de gaseosas en el Perú. Mientras, Coca-Cola, always, más abajo, tiene un treinta y nueve por ciento. Pepsi (y su vergonzoso cinco por ciento) no existe. Años atrás, la cadena de comida rápida McDonald’s demostró, divorciándose de su eterna compañera, que el Perú sólo tenía ojos para una bebida gaseosa. Surgió el matrimonio Big Mac-Inca Kola. Empezaban los años noventa y los chifas –restaurantes de comida chino-peruana, la de mayor oferta en Lima– tuvieron que cambiar sus contratos de exclusividad en vista de la avalancha amarilla. «Coca-Cola la ve negra», informaba 17,65%, una revista de publicidad de Lima. «Enjoy Coke, but in Peru… Inca Kola is it!», titulaba la Universidad de Harvard un estudio de su Escuela de Administración de Negocios. Cadenas internacionales de televisión como la CNN, Univisión y Eco, difundían reportajes sobre el fenómeno amarillo. Había un obvio ganador.

En el cólico de la desesperación, la transnacional desmanteló dos veces su equipo de márketing en Lima, y un grupo de empresas coreanas encabezado por Hyundai anunciaba su interés por embotellar la «gaseosa color orina» (Maria Johnson, e-mail desde Canadá) en su país. 1997 fue el año en que Coca-Cola empezó a negociar la compra de su vencedor. Tenía que apurarse. La familia Lindley, dueña de Inca Kola, ya coqueteaba con Cervecerías Unidas S.A., la mayor cervecera de Chile, y con el grupo Polar de Venezuela. Así que el mandamás de Coke tuvo que pagar doscientos millones de dólares para adueñarse del cincuenta por ciento de Inca Kola y celebrar su propia derrota. Luego, el brindis. «Inca Kola es un tesoro peruano. Vemos que hay buenas posibilidades para ampliarla al mercado internacional», dijo Mr. Goliat elogiando a David. Pero han pasado varios años, Coca-Cola ya es dueña absoluta de Inca Kola, y el imperio de la Inca sólo se ha expandido unos metros al sur y otros al norte de su frontera original. Lo que M. Douglas Ivester no sabía –y usted está a punto de degustar– es que para exportar Inca Kola hay que exportar primero los sabores excesivos del Perú. Ésa es su fórmula secreta.

* *
En el tercer piso del Wa Lok, el chifa más grande de Lima, un grupo de mozos le canta a un cliente el feliz cumpleaños en chino. Los parlantes susurran la balada de una olvidada cantante caribeña, resucitada en chino. La administradora, Liliana Com, descendiente de chinos, coge su teléfono celular y le pregunta a uno de sus empleados, en chino, cuál es la bebida que más se vende en este restaurante. Afiches de dragones. Manteles rojos. Aroma dulce de kam lu wantan. Nada hace suponer que afuera existe aún el distrito de Miraflores, la antigua clase alta de Lima desperezándose del almuerzo, el mismo cielo resfriado que sedujo a Herman Melville. Nada, salvo ese amarillo burbujeante que los mozos se apuran a servir en cada mesa. «Siete vasos de Inca Kola por cada tres de otras gaseosas», traduce Com al castellano la inmediata respuesta de su empleado. En los predios del chifa, la Coca-Cola es una forastera. Forasteros. Gonzalo Alfano, e-mail de Buenos Aires: «Yo la probé con su chifa, y ni así me gustó». Liliana Com señala entonces la mesa que ocupó uno de sus visitantes más famosos. «Allí estuvo Joaquín Sabina. Claro, él no quiso Inca Kola. Prefirió una cerveza». Quién los entiende. «Yo los entiendo: los extranjeros no están acostumbrados a su sabor», dice la publicista de la agencia Properú que manejó la cuenta de la gaseosa durante veinte años. La construcción de la época dorada. Avisos de radio, televisión, periódicos, paneles: Inca Kola iba con un plato de comida, siempre. Inca Kola y un cebiche. Un lomo saltado, un arroz con pollo, un seco con frejoles, con Inca Kola, siempre. «Lo del chifa fue después, algo no previsto por nosotros, y tuvimos que incluirlo», recuerda con nostalgia la misma publicista, quien ha preferido evitar dar su nombre para hablar de ese pasado. No le conviene. Coca-Cola les quitó la cuenta en 1999. Hay una herida que no cierra. Los artífices del fenómeno fueron desplazados cuando la receta ya estaba bien definida: mesa-comida-Inca Kola. La amarilla era la invitada de honor. La otra, la negra, no tenía lugar en ese banquete.

En el clímax de la efervescencia mediática, incluso las lenguas más sabihondas sucumbían ante la idea de su sabor. «Inca Kola no sólo es buena con la comida peruana, sino que cae bien con todo», se relame el chef Cucho La Rosa, uno de los mentores de la cocina novoandina. Humberto Sato, artífice de la comida peruano-japonesa y dueño del Costanera 700 (un restaurante al que Fujimori solía llegar acompañado por otros presidentes), dice que no hay nada mejor que una bebida clara como Inca Kola para digerir los sabores extremos de su menú. Isabel Álvarez, socióloga de la gastronomía peruana, llevó el brebaje amarillo transparente a un festival gastronómico celebrado en Filipinas para someterlo al paladar extranjero. Ahora, sentada en su restaurante El Señorío de Sulco, recuerda que sólo a algunos orientales les gustó. En la última década del siglo XX, la frase publicitaria «Inca Kola con todo combina» sonaba más en la radio que cualquier hit de Ricky Martin. Los dueños de la marca, la familia Lindley, arriesgaron entonces cinco millones de dólares para aumentar la distribución y mejorar el márketing de su gaseosa. Pusieron un vaso de la Inca en manos de Carlos Santana y de Fito Páez. Nadie supo si les gustó. La única estrella que opinó en público fue Celia Cruz, la reina del guaguancó. «¡Azúcar!», gritó con suma honestidad. Pero la ambigüedad de su muletilla tampoco sabía a nada. Coca-Cola, desde el exilio del menú, reaccionó con el hígado. Quiso copiar la receta. Lanzó un comercial de comidas que no satisfizo a nadie. Y ese fue el fin. Cifras de consumo en 1995. La amarilla: 32,9 por ciento. La negra: 32 por ciento. Nunca más la superó.

Empiezan a despedirse los comensales del Wa Lok. «Imagínate que la gente que se va al Asia se lleva Inca Kola, aun si pesa mucho», dice Liliana Com sorbiendo té chino de su taza. En sus manos, dos páginas del libro Los chifas en el Perú, escrito por la periodista Mariella Balbi. «La Inca Kola reemplazó al té en el chifa peruano», lee Com. Hasta se diría que es buena para la digestión: «Dorada, dulce y con cierto sabor a hierbaluisa». ¿Hierbaluisa? Planta aromática originaria del Perú, de tallo corto y subterráneo. Puede medir hasta dos metros de altura. El neurólogo Fernando Cabieses, especialista en medicina tradicional, escribe en uno de sus libros que la hierbaluisa es digestiva, combate los gases intestinales (pedos) y es antiespasmódica. Bajativo perfecto para la comida peruana: picante, pesada, ácida, deliciosa. Pero no se emocione. La fórmula amarilla es tan secreta como la 7X de Coca-Cola. Se fantasea demasiado sobre el ingrediente oculto que le da el sabor dulzón. La hierbaluisa podría ser o no ser: he ahí el misterio. En todo caso, la empresa tampoco lo ha desmentido. «Podría ser cualquier cosa», llegó a decir Hugo Fuentes, quien fuera jefe de marca de Inca Kola hasta el 2004. El catalán Óscar del Álamo vino al Perú, tomó Inca Kola y sintió allí el sabor de la verbena. ¿Verbena? Planta aromática originaria de Europa mediterránea, de tallos erectos y cuadrados. Rara vez llega al medio metro de altura. A dosis prudentes baja la fiebre. Si se excede la dosis, provoca el vómito. Hicimos la prueba con Inca Kola. Demasiada coincidencia. Los libros advierten: «No confundir con la hierbaluisa». Hierbaluisa: «Resulta un excelente insecticida y fumigatorio contra moscas y mosquitos». Seguir investigando podría llevarnos por caminos insospechados. Allá vamos.
–¿Hierbaluisa? ¿Verbena? Yo me inclinaría por el plátano –dijo el único de los Lindley que se atrevió a tocar el tema con la condición del anonimato.

Y todos los caminos conducen a Coca-Cola. Preguntando por la Inca se llega a la Coca. Las relaciones públicas de la amarilla en el Perú las ve la negra. «Ni plátano ni nada. El ingrediente no te lo va a dar nadie», se ríe Hernán Lanzara, quien vela por la imagen de Coca-Cola en el imperio de la Inca. Si algo ha cuidado siempre la Coke es la fórmula secreta de sus más de ciento cincuenta bebidas gaseosas en todo el mundo. Coke, por supuesto, encabeza la lista del recelo. La 7X sólo ha corrido peligro una vez. 1985: Pepsi, líder en Estados Unidos. Roberto Goizueta, presidente de Coca-Cola, enloquece de pronto. Cambia el sabor de la gaseosa. La Nueva Coke genera una cruzada nacional de indignación. Un jubilado de Seattle entabla una demanda judicial para que se revele la clásica 7X y así otros puedan fabricarla. Goizueta, arrinconado, resucita la negra de siempre. «No tiene coca, sólo cola de nuez y un saborizante hecho de hoja de coca descocainizada», explica Lanzara. No revela nada nuevo. Su oficina flota en el piso once de un edificio de San Isidro, ese Manhattan limeño de rascacielos enanos. Y desde allí, el fiel escudero desinfla los rumores que siempre han circulado sobre su gaseosa. No tiene coca, repite. Mezclada con aspirina no produce efectos alucinógenos, no derrite filetes, no oxida objetos metálicos, no produce piedras en el estómago, no desatasca desagües, no sirve de espermicida. «Son ataques que se repiten desde hace veinte años y no tienen sustento», dice Lanzara. El hombre termina su taza de café. Con cafeína.

Piso once del edificio de San Isidro. En una pared roja de la recepción el logotipo de Coca-Cola ha cedido espacio al de Inca Kola. La entrometida merece un reconocimiento: «Sí, pues, la Inca va bien con las comidas». Tampoco ahora Lanzara revela nada nuevo. Comida. Dos horas antes, el chifa Dragon Express soporta una marea de oficinistas en trance digestivo. Más afiches de dragones. Por allí hay dos reporteros de prensa. Llevan una libreta con preguntas para más tarde. ¿Por qué va bien con las comidas? ¿Por qué no se vende tanto en otros países? Uno de los periodistas elige un tallarín saltado. El otro, un pollo chijaukay. ¿Por qué la publicidad ha sido tan importante? ¿Por qué los peruanos la preferimos? Afuera, dos niños haraposos golpean un teléfono público para robarse unas monedas. ¿Acaso Coca-Cola la compró para arruinarla? Llegan los platos. Llegan las incakolas abiertas. Lo que en cualquier ciudad del mundo podría considerarse una imposición, en Lima se toma de buena gana. Inca Kola sí o sí. Sólo después nos damos cuenta de lo que acaba de ocurrir: el estómago siempre opina con sinceridad. ¿Por qué Inca Kola? Comemos y respondemos. A uno le encanta el sabor dulce, el gas apenas perceptible, ese amarillo helado que abre el apetito. El otro no sabe por qué la toma. Nunca se había puesto a pensar en ello. ¿Identidad nacional? ¿Lucha contra el imperialismo yanqui? ¿Gastritis? La toma y punto, sin explicaciones. Dos más, heladas. Los niños dejan el teléfono y entran en el chifa. «Invita tu gaseosa, pe’», llegan a decir antes de que el mozo los eche a patadas. Ya no hay ganas de comer. La cuenta, por favor. Ahora sí, dos horas después. Frente al edificio de Lanzara acaba de inaugurarse el restaurante La Chapa de Coca-Cola, émulo de La Esquina Coca-Cola en Ciudad de México y en Buenos Aires. Un lugar ideado por la compañía gringa para combinar comidas sólo con la Coke. Afiche en la puerta de entrada: tallarines con huacatay, pan con jamón y cebolla, torta de chocolate, botella de Coca-Cola. Adentro, dos empleados del local comparten su refrigerio en una mesa. Se ven aburridos. Son los únicos comensales.

* * *

Susana Torres es una artista plástica, salvo cuando insiste en volver a ser la princesa Inca Kola. No habría historia decente sobre la sed amarilla sin citar a su fanática más artística. «Si van a escribir sobre Inca Kola no pueden dejar de hablar con Susana Torres», nos advirtió alguien. Ahora ella pregunta si la queremos como la princesa Inca Kola para la fotografía. Entonces tendría que posar arrodillada, con un vestido largo de figuras de piedra y con las trenzas tan falsas como largas que le darían esa apariencia vaga de medusa incaica. Tendría, además, que elevar una mirada de ñusta embriagada, de princesa cuzqueña, y levantar en la misma dirección una botella de Inca Kola, plena de ella. «Si quieren hacemos así la foto», grita Susana desde alguna parte de su casa. Antecedentes: página completa de la revista Debate, editada en Lima. Full color. Susana Torres aparece como la princesa Inca Kola en todo su esplendor: ese vestido largo de figuras de piedra, trenzas negras, la botella alzada como si fuera un vaso inca ceremonial. En su casa de Chaclacayo, a una hora de Lima, Susana guarda un ejemplar de esa revista junto con una colección de botellas históricas de Inca Kola, recortes periodísticos sobre Inca Kola, un álbum editado por Inca Kola, publicidad de Inca Kola, la copia de uno de sus cuadros pop con motivos Inca Kola y una Coca-Cola Diet en el refrigerador. «Yo era adicta a la Inca Kola hasta que Coca-Cola la compró», reniega la artista plástica. Sigue viendo Incas por todas partes. Llegó a pintar desde Gauguines acompañados por Inca Kola hasta ensayar una historia pop de esta gaseosa en el Tahuantinsuyo. Ahora, rumbo a una nueva exposición, amenaza con resucitar a la princesa Inca Kola disfrazándose de botella. De botella de Inca Kola sin helar. En resumen: Susana Torres está Coca-Cola. Una limeñísima forma de decir que alguien ha perdido la razón.Ahora la artista plástica está al teléfono. ¿Aló? Su voz es pausada y áspera, sin secuelas de ansiedad. Pudo librarse sentimentalmente de la adicción amarilla hace algunos años, y jura que ya no le hace falta. Desde entonces no se ha vuelto a levantar a las cuatro de la mañana para servirse un trago más, ni se ha desesperado ante la ausencia de una botella en la cocina. Si algunos rastros le han quedado de esa adicción, son las formas y colores que aún desbordan en sus pinturas, y esa obstinación por recolectar todo lo que encuentra sobre Inca Kola o sobre cualquier cosa que se le parezca. Logotipo de la botica El Inca, etiquetas de pinturas Inca, de la librería El Inca, de Incafé. «Lo incaico es, en cierta forma, el paraíso terrenal, y la Inca Kola, su mayor exponente», sentencia Susana Torres. Tenemos que ir a Chaclacayo, donde ella vive. Sobre el piso de la sala, su colección desperdigada de botellas antiguas de Inca Kola forma una especie de laberinto para hormigas. Si a un bicho se le ocurriese atravesar los confines del jardín se estrellaría irremediablemente con incakolas. Sucede lo mismo en tamaño natural. En su casa, por donde uno camina, tropieza con incakolas. En la pared, en los muebles. Amarillo y azul sobre el parqué, en los armarios, hasta en el altar improvisado bajo la chimenea. «Era adicta a la Inca Kola hasta que Coca-Cola la compró». De aquella Susana Torres Inca Kola sólo queda la obra. Las exposiciones que vendrán. La comprobación tardía, según ella, de que la amarilla sabe a chicle. Ahora sí, dice ella: sabe a chicle. Desde que la Coca-Cola la compró, sí.

Antes, su tranquilidad dependía de una dosis de un litro cada tarde y del siguiente pasaje de avión. Así fue. En su juventud, Susana Torres y su esposo se buscaban la vida en otros países. Y en esos países, buscaban Inca Kola. Y en la Inca Kola Susana buscaba su pasaje de vuelta al Perú. Argentina, Estados Unidos, países de Europa. «Era emocionante encontrar por ahí una lata de Inca Kola», recuerda ahora desde su cercana lejanía de Chaclacayo. Luego desempolva una botella de su colección. Transparente. 1952: Un soberano inca de perfil en alto relieve. Lo que un amigo suyo encontró en la basura ya habría hecho llorar de melancolía a cualquier incakólico. No a ella. Si la guarda es para utilizarla en algún momento bajo la excusa del pop art, que no necesita excusas. El mismo fin que tendrán otras botellas bastardas. Gaseosas que han querido parecerse a la original y que ella encuentra en cualquier parte. En un basurero, en un parque, en la puerta de su casa. Ccori Kola, Sabor de Oro, Triple Kola. Todas de color amarillo transparente y dulces, pero tristes remedos al fin de la amarilla mayor.

La artista anda ahora tras la búsqueda de la Inga Kola, invento de un peruano en España que, según los enfermos de nostalgia, no es la misma, pero sabe igual. Ya lo dijo un psicólogo en el exilio: Inca Kola, afuera, duplica su valor emocional. Repasemos. Giannina, peruana desde Vancouver, Canadá: «Acá la venden en tres tiendas. A veces no encuentro ni una lata y me desespero». Paola, desde Miami: «Se ha vuelto una necesidad tener que tomarla. Por suerte está en cualquier parte». En Japón, dos litros de Inca Kola cuestan cinco dólares (pero valen mucho más). Brigitte, desde Alemania: «La consigues por Internet a 4,90 euros. Una locura». Sí, ser adicto a la Inca, fuera de su imperio, es una locura. Recuérdese sino a Susana Torres: se volvió Coca-Cola por culpa de la Inca Kola.

* * *
Afuera de la planta embotelladora de la Inca, el antiguo distrito del Rímac sobrelleva su rutina castigado por el río inmundo que le da su nombre. Esqueletos de casonas desaliñadas, un puente virreinal a punto de caerse por los orines, una alameda de esculturas ausentes. Sólo los perros caminan tranquilos. Nadie les roba. Se abre la puerta de la fábrica. Olor a caramelo guardado bajo el techo. Bajo esa techumbre, alguien va a contarles la historia de Inca Kola. Visita de rutina. Julio, 2003. Ernesto Lindley fue militar, pero ahora es jefe de Relaciones Públicas de la empresa. Fusila de aburrimiento al auditorio. Da fechas y más fechas. Hay que tomar asiento. Ernesto Lindley se para frente a la veintena de estudiantes universitarios y su profesor. En escena, lo acompaña una enorme botella amarilla inflada de aire, un puntero láser en su mano derecha, la secretaria marcando el ritmo de las diapositivas. Discurso de rigor.

Manuscritos. 1910: la familia Lindley muda su vida de la Inglaterra industrial a un Perú en pañales. En un terreno de doscientos metros cuadrados fundan la Fábrica de Aguas Gasificadas Santa Rosa, de José R. Lindley e Hijos. El Rímac era entonces un barrio apacible de calles quietas. Buen lugar para vivir. De vez en cuando, el rumor del río se alteraba por el trote de las mulas cargadas de alimentos. Diapositiva siguiente: las primeras criaturas de Santa Rosa fueron Orange Squash, Lemon Squash, Kola Rosada. Que en paz descansen. Todo se hacía manualmente. Una botella por minuto. Un alumno de la segunda fila bosteza. Lindley no pierde la concentración. En 1918 compran una máquina semiautomática. Quince botellas por minuto. Asume la conducción José R. Lindley hijo. Otro bostezo reprimido por la mirada del profesor. La empresa familiar se transforma en sociedad anónima. El profesor también bosteza. La prehistoria de la Inca Kola, contada por Lindley, suena tan fascinante como la de una fábrica de clavos.

Más fechas y más bostezos. Ernesto Lindley anda ya por la década de 1930. Sería ideal una Coca-Cola con cafeína para despertar al auditorio. Coca-Cola. La negra ya vendía más de treinta millones de galones al año y empezaba a rebalsar su imperio desde Estados Unidos. Honduras, Guatemala, México y Colombia sucumbían en el Tercer Mundo. El Perú aún no la tomaba, pero ya la veía en el cine: Johnny Weissmuller, Tarzán, el Hombre Mono, bebía Coca-Cola. Greta Garbo y Joan Crawford comparaban sus curvas con la botella. Pero en la fábula oficial que Lindley cuenta sobre la Inca Kola ese lobo no existe. El ex militar nunca menciona a la Coke. Diapositiva siguiente: Inca Kola se crea en 1934, pero se lanza un año después. 1935: primera estrategia. La familia aprovecha los bombos y platillos del cuarto centenario de Lima para presentar en sociedad su gaseosa amarilla. Botella verde transparente con un inca de perfil en la etiqueta. Sabor dulce, demasiado dulce. No fue amor a primera lengua: la ciudad estaba acostumbrada a la tradicional chicha de maíz morado.

Nada de esta historia cuenta Ernesto Lindley, empalagado de la historia oficial de la Inca. Segunda estrategia: «Inca Kola OK» fue el eslogan más primitivo. Mínimo, olvidado, gringo, sin personalidad. Insuficiente para resistir la oleada negra de 1939. Ese año, Coca-Cola llegó al Perú y se encontró con una empresa familiar que distribuía su exótica gaseosa amarilla en un camioncito Ford. Insignificante. La Coke llegó con la frase «La bebida que todos conocen». Con Greta Garbo y el Hombre Mono. El cine bebía Coca-Cola. Los peruanos llenaban los cines. La negra sepultaría a la amarilla hasta la llegada de la televisión.

–Inca Kola comienza a ser bastante popular cuando arranca la televisión –dijo Hernán Lanzara en su otro fortín, el de San Isidro.

Preguntando por Inca Kola se llega a Coca-Cola. Siempre. Pero hubo un tiempo en que la Inca tenía voz propia. Años dorados. Años de The Beatles. La gaseosa de los Lindley derramaba en la pantalla chica su estrategia final: «Inca Kola, la bebida de sabor nacional». Era la frase más celebrada en la púber tanda comercial de ese entonces. De allí en adelante la publicidad ha ensayado seducir con lo mismo, pero de modos diferentes. «Ésa ha sido la magia del producto», recuerda esa anónima publicista de la agencia Properú. Inca Kola, la bebida de sabor nacional. Inca Kola, la bebida del Perú. Mesa-comida-Inca Kola. La fuerza de lo nuestro. Inca Kola es nuestra. Lo nuestro me gusta más. Hasta el eslogan del nuevo siglo responde a la misma variación: «Inca Kola sólo hay una y el Perú sabe por qué». Salvo algunos disparos al aire, la publicidad nunca más cambió su receta.

La clave del éxito de la gaseosa fue haber explotado la televisión con un sabor más local que la Coca-Cola. Lo dice el sociólogo Guillermo Nugent, que (de Inca Kola) sabe bastante. Así, mientras la amarilla husmeaba en fondas y chiringuitos, Washington enviaba al Tercer Mundo al hermano del presidente, Ted Kennedy, para repartir cocacolas. Inca Kola tanteaba la mesa exhibiéndose junto a un plato de cebiche con música criolla de fondo. Coca-Cola, desde sus oficinas de Atlanta, salpicaba al mundo con el comercial de unos niños cantando «I’d like to buy the world a Coke». Inca Kola llamaba al almuerzo con el estribillo musical «La hora Inca Kola». Coca-Cola, aún puntera absoluta, decía en ochenta idiomas ser «parte de tu vida». Lomo saltado, música afroperuana: Inca Kola. Popcorn, rock and roll: Coca-Cola. Gladys Arista, la modelo limeña de moda, posaba con la bebida amarilla en almanaques y periódicos. «Está para comérsela», decían los sibaritas. Bill Cosby abrazaba a la negra en todos los países adonde llegaba su show de familia negra y feliz. Inca Kola era la bebida del Perú. Coca-Cola, caído el Muro de Berlín, irrumpía con sus camiones de reparto en Europa Oriental e irritaba a los franceses colocando una máquina expendedora en las patas de la Torre Eiffel. Coca-Cola era para el mundo. Inca Kola apelaba a su país y a la lealtad.

Última diapositiva del expositor y se prenden las luces. La secretaria de Lindley despierta al auditorio con la promesa de incakolas y panes con jamón. Al peruano le entra todo por la boca. «Ésa es la realidad: sólo podemos ser peruanos a través de un placer tan elemental como la comida», dice el psicólogo Julio Hevia desde su esquina. Y en esa esquina, Julio Hevia, vademécum andante de las fobias y vicios del limeño, asoma detrás de una botella de Coca-Cola. «La Coca es más intelectual. A la Inca déjala para las comidas», arremete sorbiendo el filtro de su quinto cigarrillo. El paisaje es la Universidad de Lima. Una cafetería. Se diría que Hevia es inofensivo hasta que tiene razón: «Nosotros vemos comida por todas partes». Nuestra jerga es casi un menú. Cuando vemos piernas, decimos «yucas». Cuando vemos tetas, pensamos en «melones». Cuando vemos traseros, imaginamos un «queque». Nos hacemos «paltas» cuando estamos en problemas. Metemos un «café» cuando alguien se equivoca. Tiramos «arroz» cuando queremos zafar de un compromiso. «Creo que la identidad peruana que posee Inca Kola es equivalente a la que tiene la comida». Hevia ha disparado el tiro de gracia: la mesa ha estado siempre servida y la amarilla sólo se aprovechó de ella. Si la comida ha formado siempre nuestra identidad, a Inca Kola sólo se le ocurrió acompañarla. La publicidad dio en el plato. Hevia tiene que dictar clases. Bebe su último trago de Coca-Cola y chau, nos tira arroz.

* * *
Susana Torres ha bebido más de la cuenta. Ayer corrió vino en la reunión y se le nota rendida. La Inca Kola no le hubiera dejado esta resaca. A mediodía, el intenso sol de Chaclacayo invita a la siesta. Ella quiere dormir. Abre la puerta. «Quizá sea una tontería, pero creo que Coca-Cola compró Inca Kola para arruinarla», dice la artista despidiéndose. Arruinarla. Brindar con Inca Kola para arruinarla. ¿Salud? Ya Hernán Lanzara nos había asegurado que no era así y le creímos: «Es un gran producto. En cualquier momento podría crecer hacia fuera». Pero los mismos números que muestra lo desaprueban.

Cuando Goliat pagó por David, los veinticinco operadores de Coca-Cola en el mundo recibieron una muestra de Inca Kola para probar sus posibilidades de expansión. M. Douglas Ivester lo había prometido: el imperio de la Inca ya estaba listo para conquistar otros territorios. Botellas en guardia. Se dispara el sabor. El noventa y dos por ciento del planeta se resiste. Puaj. Color de orina y sabor a chicle. Sólo el norte de Chile y un pedazo de Ecuador sucumbieron a la seducción amarilla. Es decir, en un mapa de conquistas, el imperio de la Inca es algo así como el antiguo Tahuantinsuyo. No más. Los mismos límites que los incas jamás pudieron atravesar. Inca Kola tampoco. En el colmo de la sed más sentimental, algunas empresas exportadoras sólo envían un par de botellas a países lejanos. En agosto del 2005, Artesanías Maguiña mandó dos incakolas a Bélgica. Salud. La negra, sin embargo, ha convertido el mundo en su rayuela. Salta de un país a otro y se apodera de él. Desde México hasta Islandia, mil millones de vasos al día. El mundo bebe Coca-Cola y se embota del american way of life. Ahora sí, nos entregan el premio consuelo: la única gaseosa que en todo el planeta ha podido derrotar a la negra es peruana y amarilla.

* * *
Pregunta dramática: ¿Podría el Perú sobrevivir sin la Inca Kola? Le quedaría Machu Picchu, el cebiche, el pisco. Beberíamos más limonada, comeríamos más caramelos. Inca Kola va con todas las comidas, y seríamos menos tolerantes después de cada almuerzo. Y más flacos y quizá más tristes. Orinaríamos menos en las calles. Ojalá. Pero ya no habría Inca Kola para vanagloriarse afuera –o adentro, con los de afuera–, donde a sólo unos cuantos les gusta Inca Kola. En el extranjero tendríamos más tiempo para añorar menos. Una razón menos para querer regresar. No regresaríamos tanto si no existiera la Inca. Además, nos reconoceríamos menos. Sobreviviría el Perú, pero no seríamos igual de peruanos. ¿Cómo una bebida tan dulce puede llegar a ser parte del melodrama nacional? ¿Con qué acompañaríamos nuestra comida? Hemos hecho de Inca Kola una bandera gastronómica en un país donde la identidad entra por la boca. Cosa curiosa: nuestra bandera tiene los colores de Coca-Cola, la forastera. Forasteros: el ex parlamentario inglés Matthew Parris vino al Perú, tomó Inca Kola, conoció los Andes y escribió un libro sobre su viaje que ahora es un best seller: Inca-Kola: Traveler’s tale of Perú. Fue publicado en Inglaterra y ya va por su undécima edición. Paradoja: el libro lleva el nombre de la gaseosa amarilla, y Parris casi ni la menciona. No era necesario. Inca Kola fue para él –paladar acostumbrado al té y a la Coca-Cola helada– lo más folclórico de su aventura. Lo más exótico de nuestra cultura. Pero hay algo más detrás de esa botella: en el Perú, las familias, los amigos, siguen siendo tribus reunidas alrededor de una mesa. Y en la mesa, la comida. Y con la comida, la amarilla. Un ingrediente de nuestra forma de ser gregarios. Frase para la despedida: en el Perú, Inca Kola te reúne. Afuera, te regresa.

Cómo se hizo Inca Kola


El imperio de la Inca. (en Etiqueta Negra N. 7)
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Por: Daniel Titinger
Sólo teníamos una semana y media para reportar y dos para escribir. Eso, cuando tu tema parece «importante», se convierte en un problema. Peor cuando los editores te dicen: «Queremos un texto de unas seis mil palabras». Nosotros éramos reporteros de día a día de un periódico. El texto más grande que habíamos escrito en nuestra vidas tenía, como máximo, mil palabras. Y seguro que nos habíamos demorado un par de semanas en investigar y escribir. Ahora nos pedían seis mil. «Y si da para más, escriban sin miedo», dijeron los editores. Nos habíamos reunido con los editores en un café del distrito de Miraflores, y empezamos a hacer cálculos en las servilletas: tres semanas y media para el deadline. ¿Acaso estaban chiflados?

Pero reportar en una semana y media no fue imposible. Hasta las paredes de Lima tienen información sobre Inca Kola. Cualquier dato que conseguíamos, lo escribíamos en un documento de Word, para que todo se pareciera y no anduviéramos cargando con revistas, folletos y libros. La escritura en dos semanas tuvo grandes momentos y escenas de angustia. La inspiración también puede tener cuatro manos, y la redacción fluir con soltura. Pero a veces sobraban dos manos y daban ganas de tirar la toalla. Eso sí: nunca nos peleamos.

La edición demoró otras dos semanas (lo cual también quiere decir que si los editores no fueran tan demandantes, hubiésemos tenido dos semanas más para escribir). No hubo muchos cambios, pero sí algunas preguntas. Responder fue más difícil que escribir.

Años después, este reportaje ha sido traducido al francés, al italiano e incluso al japonés, en revistas de varios países y hasta en un libro. Pero detrás de esta historia también se encuentra la aventura de dos periodistas jóvenes que emprenden el reto de escribir como no lo habían hecho antes: a cuatro manos y con el riesgo permanente de naufragar en un océano de información, o de no poder descubrir en él nada revelador. El punto de partida era inaudito y, por eso, tentador: Inca Kola, una gaseosa de un país tercermundista, le ganaba en ventas a la multinacional Coca-Cola. ¿Cómo se podía contar esa historia en seis mil palabras?

LOS DOCUMENTOS

Era una locura: por donde husmeabas, encontrabas litros de información sobre Inca Kola. Si escribíamos «Inca Kola» en un buscador de internet como Google, aparecían más de cien mil entradas. Si visitábamos el archivo de un periódico, no había cuándo detener la fotocopiadora. Una biblioteca: unos cuantos libros. Una librería: otros más. Nos habíamos puesto un plazo de tres días para conseguir todo sobre la Inca. Por suerte éramos dos, y juntos (en esta etapa aún no nos habíamos dividido el trabajo) llegamos a reunir –sin contar los libros– unas trescientas hojas A4 con letra pequeñísima para empezar a leer.

Era obvio que teníamos que informarnos para saber por dónde buscar, a quiénes entrevistar, qué preguntar, qué lugares visitar. La información escrita la leímos los dos (por separado) en dos días. La idea era juntarnos al tercer día siendo unos expertos en Inca Kola. Todo lo que se había escrito lo teníamos que saber. Todo. Historia antigua y reciente, la evolución de la publicidad, declaraciones de los funcionarios de la empresa, estadísticas de consumo, fanáticos famosos de la gaseosa, todo. No nos paralizó el hecho de saber que mucho de lo que se había escrito sobre «el fenómeno Inca Kola» habitaba en archivos extranjeros. Por ejemplo, una tesis de la Universidad de Harvard, el libro de un viajero inglés, el estudio de un instituto académico catalán. Juntamos esta información, la estudiamos en sus detalles y subrayamos los pasajes más importantes.

Pero la historia era aun más compleja: en ese plazo tan breve también debíamos convertirnos en especialistas en Coca-Cola, esa transnacional casi omnipotente a la que Inca kola había vencido en las estadísticas de venta en el Perú. Por eso debimos buscar libros, revistas y testimonios que nos dieran una idea más clara de ese otro «personaje en la sombra», la negra antagonista.

Una vez reunidas, las biografías de las dos empresas se podían leer de manera paralela: ambas gaseosas habían tenido un origen modesto, casi pueblerino; ambas compañías custodiaban celosamente la fórmula de preparación de sus bebidas; ambas eran producto del fenómeno cultural más poderoso del siglo XX: la publicidad. Parecían historias intercambiables, salvo por un detalle. Mientras la Coke era una transnacional que había rebasado todos los límites geográficos y políticos imaginables, la otra, la Inca, era una compañía exitosa dentro de las fronteras que le permitía un país pequeño como el Perú. Era la fábula de David y Goliat en los tiempos de Bill Gates. Y así empezamos a comprender la historia.

Después de tres días de revisar información y de estudiar las primeras ideas, nos reunimos y preparamos la agenda de trabajo para cada uno.

EL REPARTO DE TAREAS

Distribuimos el trabajo en seis tareas principales.

A Marco Avilés le correspondían tres. 1) Visitar restaurantes escogidos al azar y también por su importancia y, donde fuera posible, entrevistar al dueño o al chef. Por cultura general, todo peruano asume que Inca Kola cae muy bien con la comida nacional. Creímos que sólo los expertos en gastronomía podían confirmar esta suposición. 2) Entrevistar a Julio Hevia, uno de esos oráculos que la prensa siempre busca para hacerle preguntas sobre cualquier tema. La idea era inmiscuirse en el inconsciente peruano: ¿Por qué nos interesa tanto la comida? ¿Cuál es el valor sentimental de la gaseosa? 3) Buscar una entrevista con algún funcionario de Coca-Cola (entonces la transnacional ya era dueña de la mitad de Inca Kola, y pensamos que llegar a la Coke de alguna manera era llegar a la Inca).

Daniel Titinger cumplió las tres restantes. 1) Buscar emigrantes peruanos en el mundo –que añoraran a la Inca–, o a extranjeros que hubiesen pasado alguna vez por el Perú –y que hubiesen probado la gaseosa–. La idea era hacer un focus group de larga distancia. Buscar un amigo, que tuviese un amigo, que asimismo tuviese un amigo en alguna parte del mundo. Enviar e-mails. Saber si los peruanos extrañaban a la bebida amarilla. Saber si los extranjeros habían aprendido a quererla. 2) Buscar algún fanático en Lima, algún incakólico anónimo que no pudiese vivir sin tomar Inca Kola. Así podríamos elevar el gusto a la categoría de vicio. 3) Pactar una entrevista con los funcionarios de Inca Kola, la familia Lindley (los dueños de la otra mitad de la empresa).Nos dimos de plazo una semana, siete días para cumplir las tareas y, junto con la información documental, empezar a escribir. Si luego surgía algo nuevo e importante, lo incluiríamos en el reportaje. No había tiempo que perder.

LAS TAREAS (IN)CUMPLIDAS

Marco Avilés logró que el jefe de Relaciones Públicas de Coca Cola, Hernán Lanzara, nos lanzara una fecha tentativa para una entrevista en el fortín de la bebida negra. Lo malo era que la fecha casi coincidía con la fecha de cierre de edición de Etiqueta Negra, así que teníamos que empezar a escribir sin sus declaraciones. Ese lado institucional de nuestro reportaje era el que más problemas nos traía. Lo de Coca-Cola tenía que esperar y lo de Inca Kola parecía un completo fracaso: no nos querían responder ninguna pregunta.

La visita a los restaurantes fue muy positiva. Liliana Com, del chifa Wa Lok, nos dio pistas de por qué la Inca caía muy bien con la comida chino-peruana: el sabor dulzón de ambas las hacía una pareja inseparable. El chef Cucho La Rosa dijo más: la Inca Kola cae bien con todo. Isabel Alvarez, la socióloga y dueña de un restaurante que visitan miles de extranjeros, nos hizo pisar tierra: Inca Kola cae bien con todo, pero no le gusta a los extranjeros. Ése parecía un gran dato, porque los mails que recibíamos de extranjeros (unos veinte, en total) coincidían, en resumen, que la gaseosa tenía color a orina y sabor a chicle. Era como si nos dijesen que el cebiche del Perú sabe a ácido sulfúrico y el pisco de Ica a alcohol metílico. Además, Titinger dejó preguntas sueltas en internet, en cuanto foro on line encontraba. «Hola, soy Daniel Titinger, un periodista que está escribiendo sobre la gaseosa Inca Kola. ¿Alguien la ha probado? ¿Qué les parece?». Todos los días ingresaba a los foros para ver si habían contestado. Sin exagerar, fueron por lo menos unas cuarenta respuestas. Casi todas eran de dos tipos: los peruanos que vivían fuera extrañaban la gaseosa amarilla; los extranjeros que la habían probado alguna vez recordaban su mal sabor, no les gustaba. Inca Kola despertaba muchas pasiones. Y en nosotros una pista: ¿Acaso esa gaseosa sólo gustaba al paladar de los peruanos? ¿Sería por eso que los intentos por exportarla en grandes cantidades había fracasado? Como en los mejores casos policiales, este indicio pudo ser resuelto más adelante con un dato sintomático. Veinticinco operadores de Coca-Cola en todo el mundo habían realizado pruebas de sabor con Inca Kola para evaluar si esta bebida tendría éxito en el extranjero. Pero la gaseosa amarilla no gustaba afuera. Y por eso la pregunta seguía siendo un por qué. Estábamos en cuarentena.

El psicólogo Julio Hevia, en una primera entrevista, nos dio la clave de todo el reportaje: el peruano no puede vivir sin su comida, y con la comida, siempre, tiene que estar Inca Kola. Además, sobre la comida, nos entregó un dato que en el reportaje sería utilizado luego para entretener al lector: el peruano ve comida en todas partes, y nuestra jerga tiene que ver con el menú. Con él hicimos un juego de palabras: tetas-melones, traseros-queques. Fue divertido. Y fue más divertido que, tiempo después, este descubrimiento del reportaje (comida-jerga peruana) fuera utilizado por la agencia de publicidad de Inca Kola en un comercial de televisión.Mientras Daniel Titinger buscaba al fanático incakólico en Lima, llegó de casualidad a la casa de un sociólogo muy respetado, Guillermo Nugent. «No puedes dejar de hablar con Susana Torres», me dijo. En unas horas Titinger ya estaba hablando con ella, una artista plástica peruana que alguna vez se fue a vivir al extranjero, y que allí se dio cuenta de la enorme falta que le hacía una botella de Inca Kola. Se volvió adicta, iba a los supermercados latinos a preguntar por ella, a los restaurantes de peruanos y adonde la llevaran las pistas y la nostalgia. Titinger la entrevistó un par de veces y una tercera y una cuarta vez fuimos los dos a su casa de Chaclacayo, un distrito en las afueras de Lima, donde ella nos mostró los cuadros y esculturas que había creado con el motivo Inca Kola. De hecho, nos dimos cuenta de que ella debía ilustrar el reportaje y así lo hizo. La última vez que la visitamos fue el día después de una fiesta de presentación de Etiqueta Negra. Ella había ido y se había emborrachado de vino. ¿No era perfecta una comparación entre la resaca de una gaseosa y la resaca del alcohol? Susana Torres, lo supimos desde un principio, tenía que ser uno de los personajes principales del reportaje.

LA PUBLICIDAD

El sociólogo Guillermo Nugent me dio una segunda pista: Inca Kola sólo pudo derrotar a la Coca Cola gracias a la aparición de la televisión. Es decir, la Inca Kola no hubiese sido nada sin la publicidad. Como Marco Avilés andaba aún con los restaurantes (visitó unos quince en total, y la mayoría no fueron nombrados en el reportaje final), Titinger se dedicó a concertar entrevistas con todas las agencias de publicidad que por lo menos una vez hubiesen armado campañas de Inca Kola. Por suerte, sólo eran dos (la antigua y la nueva).

Conseguir entrevistas con ambas no fue difícil (¿qué periodista no tiene un amigo publicista?). El problema fue que la publicista de la primera agencia no quiso que diéramos su nombre porque estaba resentida con la nueva. Le habían quitado a la niña de sus ojos, a su gaseosa adorada (casi dorada) y se sentía muy mal. Qué ironía. Nos dimos cuenta de que ella manejaba más información publicitaria sobre Inca Kola que cualquier persona en el Perú, más que cualquier nueva agencia. La publicidad era importante porque siempre las campañas han relacionado a la comida peruana con la gaseosa. Y, para comprobarlo, reconstruimos la historia de la publicidad de inca Kola, la evolución de sus eslóganes, sus afiches y comerciales de radio y televisión. Hicimos lo mismo con la Coca-Cola. (Al momento de escribir, esto nos permitió contar la historia de ambas gaseosas de manera alternada, como una suerte de contrapunto). Pero ahora la pregunta obvia era: ¿A los peruanos nos gusta Inca Kola con nuestra comidas porque combina muy bien, o porque la publicidad ha sido muy buena?

LA ESCRITURA 1

Hasta entonces parecíamos un gran equipo. Salvo fallidas entrevistas con los funcionarios de Coca Cola e Inca Kola, nos iba muy bien con la investigación. Teníamos toneladas de información sobre la mesa de trabajo: libros, revistas, folletos, recortes de diarios, correos electrónicos, fotografías, entrevistas, testimonios. Pero se nos cayó el mundo encima cuando nos sentamos frente a la computadora. ¿Qué estilo predominaría? ¿El de Titinger o el de Avilés? ¿Quién de los dos se sentaría frente a la pantalla y escribiría? ¿No era mejor dividirnos la escritura por escenas e información? (Sabíamos de algunas parejas de autores que habían redactado de esa manera «independiente» sus textos, y nos atemorizaba que en nuestro reportaje se notaran las costuras o el cambio de estilo entre un capítulo y otro). ¿Acaso había que estar juntos todo el tiempo para escribirlo? ¿Por dónde empezaríamos y quién tendría la razón y sobre todo el mando? ¿Acabaría mal este matrimonio? Sólo teníamos dos semanas para escribir. Lo único bueno era que ambos habíamos renunciado semanas antes a un diario de circulación nacional, así que el desempleo jugaba a nuestro favor. Teníamos el día libre, y decidimos escribir en dúo. Los dos frente a la computadora. Un pedazo de pantalla para cada uno. Además, decidimos que lo mejor era crear un tercer estilo, un híbrido entre el suyo y el mío. Era simple: cada oración era estudiada y aprobada por ambos; cualquier idea o frase del otro que no nos gustara, podía ser borrada inmediatamente. Delete. Una vez que decidíamos la escena y elegíamos a los personajes, la gran cantidad de información que manejábamos hacía más fácil este trabajo de «ensayo y error». El nuevo estilo fue apareciendo con los primeros párrafos y sin que nos diéramos mucha cuenta de ello. La escritura se puede comparar al montaje de una película cinematográfica llena de cortes y constantes saltos de lugar y tiempo. Cada oración contiene un dato o una idea –y son pocas las excepciones retóricas–, donde la voz personal de los autores cede el paso al poder de la información.

Así nos sentamos en una computadora del departamento de Marco Avilés, discutimos un esquema inicial sobre la base de lo que habíamos conseguido, y nos pusimos a escribir, un rato cada uno en el teclado. Habíamos leído tanto sobre la Inca y la Coca, que la primera parte tenía que ser una lluvia de información. Que el lector se diese cuenta de que lo sabíamos todo y que sólo íbamos a contarle unas gotas de Inca Kola. La consigna era: seamos arrogantes con la información. Presumamos con información seleccionada. Era imposible aburrir con datos tan finos: la acumulación y el montaje apropiado de todos ellos empezarían a crear una atmósfera, una narración alocada y sin embargo muy organizada, muy pensada. La frase del inicio: «Color orina y sabor a chicle», había sido un mail que recibimos desde quién sabe qué lugar. Era efectista, graciosa, y rompía con paradigmas nacionales. Por eso la usamos. ¿Qué tan inmensa era Coca-Cola? ¿Qué tan insignificante era Inca Kola? Y luego de la acumulación de datos en una enumeración encantatoria, había que sorprender con el cierre bíblico del primer párrafo: David le ganó a Goliat.

LOS LINDLEY Y LA COCA-COLA

Escribíamos de nueve de la mañana a ocho de la noche, todos los días, con un descanso para almorzar. A veces uno de nosotros conseguía un nuevo dato (por ejemplo, la encargada de prensa de una compañía que trae cantantes internacionales a Lima, recordaba que Fito Páez, Carlos Santana y Celia Cruz habían probado la Inca), y dejaba al otro en trance frente a la máquina mientras iba a buscar esa información de primera mano. Normalmente, el trance de uno era borrado a la llegada del otro. A estas alturas estábamos convencidos de que cuatro manos piensan mejor que dos.

Recién estábamos armando la escena del chifa Wa Lok cuando Lanzara, el funcionario encargado de la imagen de Coca-Cola, aceptó recibirnos en su oficina. Sus «declaraciones» (porque fue una entrevista muy institucional, y nunca llegó a ser una conversación) sólo nos sirvieron para confirmar datos. ¿Por qué Coca Cola compró Inca Kola? ¿Fue para arruinarla, como dicen algunos? ¿Piensan expandir la amarilla en el mundo? A veces la información era valiosa, pero si de algo nos sirvió esa visita fue para encontrar una escena final para el segundo capítulo. Abandonábamos el edificio cuando descubrimos, al frente, un restaurante de Coca-Cola que tenía la forma circular de una chapa. Ya sabíamos que Inca Kola era la reina de la mesa peruana, y fue sintomático descubrir que, a la hora de almuerzo, el restaurante de la Coca-Cola en Lima estuviese vacío.

Sólo escribíamos, escribíamos, escribíamos. Siempre pensando en incluir escenas que habíamos apuntado para no aburrir con tanta información. Susana Torres era una gran excusa para escenificar. Cualquier entrevista, ahora que lo pienso, era una gran excusa para escenificarla. El reportaje tenía tanta información, que sin escenas no nos hubiese leído ni el corrector de estilo de la revista. Eso sí: fuimos extremadamente obsesivos. Avanzábamos bloque a bloque, sin saltearnos nada: no escribíamos otros capítulos sin haber resuelto el anterior. Peor aún: sabiendo cuál era el capítulo que estábamos por escribir. Por suerte, los editores de Etiqueta Negra respetaron nuestro orden.

Andábamos en la primera escena de Susana Torres, cuando Titinger recordó que tenía un amigo de la familia Lindley, los fundadores de Inca Kola. Si lo recordó tan tarde fue porque el amigo no llevaba como primer apellido Lindley sino García: la última en recibir el apellido Lindley había sido su madre. Igual, él nos puso en contacto con los Lindley, no con los funcionarios de alto nivel pero sí con quienes alguna vez tuvieron poder dentro de la empresa, antes de la llegada de la Coca-Cola. Ninguno quiso dar su nombre. Obvio: aún reciben mensualmente algo de dinero.

También gracias a García pudimos llegar a Ernesto Lindley, su tío. Un ex militar encargado, entre otras cosas, de las «visitas guiadas» a la fábrica de Inca Kola. Las visitas tenían un cronograma, y la última sería a unos estudiantes universitarios. García nos prometió pedir a su tío Ernesto que nos ponga en esa lista. Lo logró. Gracias a esa gestión resolvíamos un gran problema: no teníamos cómo contar la historia de Inca Kola, y se nos hacía muy aburrido escribir un capítulo de fechas y más fechas sin ninguna escena. Es decir, ¿cómo se puede narrar la biografía de una empresa, de una institución, sin que los números y las fechas asfixien el relato? Ser testigos de las explicaciones y de la visita guiada de Ernesto Lindley por la fábrica de Inca Kola fue la solución escénica. Antes de la visita guiada, Lindley expuso durante un largo rato, fecha por fecha, el pasado de la bebida amarilla en el Perú. Fue una explicación aburrida, pero necesaria. Todos los alumnos de la universidad bostezaban, y el ex militar seguía al frente, erguido, con un puntero láser en la mano explicándonos lo que quizá para él tenía mucha importancia. ¡Era un Lindley! Y estaba hablando de sus ancestros.

LA ESCRITURA 2

Luego de la visita a la fábrica de la Inca, cuando creíamos que teníamos todo resuelto, vino el mayor problema: nos quedamos sin ideas. Perdimos la brújula. Justamente nos tocaba escribir el capítulo histórico y cualquier frase nos salía peor que la otra. Buscábamos atraer al lector, y lo que estábamos haciendo era mucho más aburrido que la exposición en la fábrica. El momento trágico fue cuando durante tres días escribimos unas mil quinientas palabras de ese capítulo, y al cuarto día decidimos borrarlo todo. Era horrible. Un espanto. Había que relajarnos. Nos quedaban sólo cuatro días para la fecha de cierre.

Fuimos a una tienda de la esquina a compramos dos botellas grandes de Inca Kola, algunos cigarros, y empezamos a conversar sobre cualquier cosa. A Titinger le dieron un poco de náuseas, y a Avilés le vino a la cabeza algo que había leído. Se trataba de una enciclopedia de botánica donde se explicaba que la verbena, una planta que es uno de los posibles ingredientes de la Inca Kola, en dosis excesivas, provoca el vómito. Sólo había que jugar un poco con las palabras y hasta podía resultar algo gracioso que parodiara el posible celo con que la compañía guardaba su fórmula secreta. Estábamos en blanco con uno de los capítulos, pero empezamos a mejorar otro, el de los ingredientes para hacer la bebida amarilla. Nos gustó el resultado y recién entonces despertamos: «Afuera de la planta embotelladora de la Inca, el antiguo distrito del Rímac sobrelleva su rutina castigado por el río inmundo que le da su nombre». Esa primera oración fue de Avilés. A los dos nos gustó. Luego se nos ocurrió burlarnos del propio aburrimiento de ese capítulo. El expositor de la fábrica era perfecto para escenificar el aburrimiento, y dar fechas y más fechas sin que el lector nos cambiase de canal. Cuando terminamos de escribir este capítulo, ya sabíamos que el reportaje estaba dominado. Lo demás sería más fácil.

P.D. Ese capítulo casi le cuesta un amigo –García– a Daniel Titinger. Gajes del oficio.

LOS EDITORES Y EL BLOQUE FINAL

Aún acostumbrados a los cierres diarios de un periódico, nuestra disciplina parecía un asunto militar: entregamos el texto en la fecha prevista. Los editores de ese entonces –Julio Villanueva Chang, Toño Angulo Daneri–, sin embargo, creyeron que el reportaje necesitaba una tesis a la siguiente pregunta: ¿Podría el Perú sobrevivir sin la Inca Kola? Al principio creímos que era puro capricho de ellos, pero luego, cuando lo escribimos, nos gustó y sentimos que adquiría total sentido. Ahora, al leer ese capítulo final, vemos que su narración es diferente a la del resto. Quizá fue porque lo escribimos a las dos semanas de haber dejado el texto en manos de los editores de la revista. Ya habíamos perdido distancia con respecto a él. Aun así, es un cierre que recupera todas las ideas que aparecen a lo largo del texto y las revive con un tono muy sentimental. Después de todo, se trataba de la historia de un país tercermundista cuya gaseosa, amarilla y melosa, había derrotado en terreno local a la gigantesca transnacional Coca-Cola. Y este triunfo parecía no importarle a casi nadie en el extranjero. Color orina y sabor a chicle. ¿Acaso no era un melodrama?

Swingers detrás de escena

Cómo se hizo la historia que llevó a la periodista hasta un club de intercambio de parejas.
Por Gabriela Wiener Ilustración en home: Dirty Drawings, por Craig Yoe. No. --

Escribí “Dame el tuyo, toma el mío” en Barcelona, varias semanas después de haber visitado un club swinger.

Antecedentes

La crónica en primera persona sobre los lugares de intercambio de parejas era un viejo proyecto de Etiqueta Negra. Hasta que me fui, en Lima no existía un solo club liberal, por lo que contar la experiencia seguía siendo un tema pendiente para el periodismo local, sobre todo para ese periodismo llamado “de inmersión” o gonzo. Julio Villanueva me había comentado alguna vez, a raíz de un número de EN dedicado al sexo, su deseo todavía insatisfecho de encargar esa historia a alguien que estuviera fuera del Perú. Por mi parte, había publicado en el suplemento dominical donde trabajaba, un informe sobre un supuesto “boom swinger” en Latinoamérica, era una de esas notas que por abarcar todo no abarcan nada y que incluía pinceladas de la filosofía swinger, opiniones, tips extraídos del google y unos pocos dudosos testimonios, todo lo cual estaba dicho en un tono entre jocoso y celebratorio. La conclusión era triste pero orgullosa: que en Lima no necesitábamos de locales especializados para vivir la vida porque cada quien se apañaba como podía: había vida swinger en Lima pero discurría en fiestas privadas y reuniones de amigos. Poco después, me fui a estudiar a Barcelona. Con una industria porno nada despreciable, un mega festival erótico, y espacios que eran verdaderos paraísos para gays, lesbianas, sadomasoquistas y toda fauna inimaginable, BCN emergía como ciudad liberal sin complejos. Julio y yo volvimos a discutir la posibilidad de escribir sobre los swingers, pieza importante del mosaico Gaudí.

Planeamiento

Empezamos con una lista de todo lo que no queríamos hacer:
1. No queríamos hacer un panegírico del estilo de vida swinger, por más que en primera instancia yo simpatizara con los intercambios. Queríamos darle la vuelta a la deslustrada “historia de sexo” escrita por un periodista de ideas liberales.

(Por coincidencia o no sé qué, en esos días se publicaron sendas crónicas sobre swingers en un par de revistas de la competencia. Ambas estaban escritas por hombres. La primera era la típica historia del periodista infiltrado, que se moja pero sólo hasta que ya tiene algo que contar, y luego escribe de vuelta de todo, afirmando con alegría sus convicciones burguesas. La segunda me gustaba un poco más, era la crónica del periodista alérgico, alguien que no se moja ni se mojará, pero cuyo desencanto radical hace divertida a la ignorancia y a la virulencia entrañable, como si escucharas a tu abuelo hablar de la clonación. Nosotros no queríamos hacer nada parecido).

2. No queríamos caer en el pintoresquismo, tratándolos como simpáticos freaks que nos abren la puerta de su exótico mundo.

3. Tampoco queríamos contar la historia de una tribu urbana, la de los swingers, escrita en clave antropológica para darle voz a los sin voz.
4. No podía ser aburrida pero tampoco masturbatoria.

Finalmente hicimos una somera lista de lo que en principio, sí queríamos:

1. Un testimonio descarnado de mi visita a swingerlandia al lado de mi flamante esposo. Iríamos como lo que éramos: una pareja, no como periodistas fisgones. Esta fue una iniciativa mía y conversada en pareja pero que obviamente tenía un costo emocional para mí.
2. Una guía rigurosa de todo lo que puede o no encontrarse en un club de parejas liberales: ideología, ambiente, personajes, chismes, anécdotas. La erudición Etiqueta.
3. Una crónica-ensayo que estuviera insertada de reflexiones y citas, que profundizara en la dinámica del intercambio, que hablara de esta edificante “alternativa a la infidelidad” que defienden los swingers, pero que no tuviera pelos en la lengua cuando se tratara de cuestionar, por ejemplo, su esnobismo, su artificialidad o su mercadeo. Una puesta en escena de las razones del sexo colectivo como salida a la infelicidad, lo banal convertido en oro o los falsos paraísos prometidos a quienes viven el paso de los años y la extinción del placer como un viaje desesperado. Los swingers serían un pretexto para ensayar una hipótesis sobre la pareja contemporánea, sobre el amor, el sexo y el género humano en el siglo XXI, ya muy lejos de la revolución sexual de los setenta.

Mi plan de reporteo fue el siguiente: una semana de visitas a un club swinger donde entraría como cualquier cliente para intercambiar a mi pareja y conversar distendidamente con otros swingers. Una sola visita convencional de periodista a algún otro club, en la que aprovecharía para entrevistar a los dueños, además de tomar fotografías. Otras entrevistas planeadas fueron: una al encargado de una web de parejas liberales y un sexshop, y otra al director de una revista de contactos swingers. Finalmente, me serviría de los chats de parejas para conseguir alguna cita o fiesta privada, colgaría una fotografía nuestra, ofreciéndonos como suelen hacer las parejas swingers. Ésta último era una muy buena idea pero tuve que abortarla pues los contactos comenzaron a funcionar muy tarde. El resto del plan se cumplió a las mil maravillas.

En ese lapso, visité webs, librerías eróticas, bibliotecas, archivos personales, para recopilar información sobre este mundo, que no era tarea fácil pues hay muy poco editado al respecto. Tuve a mano a Bataille o Sade, y sus visiones de la orgía y lo erótico. Tuve presente a los franceses, a Catherine Millet para mis confesiones y a Michael Houellebecq para mis predicciones apocalípticas y mala onda general. Indagué especialmente en la movida swinger internacional, sobre todo europea y en Latinoamérica, estudiando especialmente el caso argentino (donde los swinger están sindicalizados). La idea era montarlo de tal manera que la información fluyera a través de la narración.

En el lugar de los hechos

Visité por primera vez el club de parejas liberales 6&9 un día jueves de semana santa. No nos dimos cuenta del error hasta que entramos al lugar y quedó claro que no sólo éramos los primerizos sino también los primeros. ¿Eran tan católicos los catalanes? Ahí estábamos mi pareja y yo, solos y dispuestos, ante una película pornográfica y un vaso de vodka. Así empieza la crónica: con el autorretrato de nuestro nerviosismo mientras paseamos por las instalaciones desiertas del 6&9 en compañía de la anfitriona del lugar. Decidí que no podía contar dos veces el mismo recorrido, así que cuando lo describo, lo hago como lo vi poco después: la gran cama, las cincuenta parejas abrazadas sobre las sábanas, el jacuzzi ocupado.

Pero la crónica se inicia realmente en mi habitación, cuando estoy vistiéndome y maquillándome para salir. Mientras me preparaba -lo que incluyó una depilación total, lencería apropiada y una sexi minifalda- era conciente de que lo hacía para seducir y de que en ese momento ya empezaba mi noche swinger. Era curiosa la sensación de estar junto a mi pareja y sin embargo, arreglarme abiertamente para ligar con otro u otros hombres. De esas paradojas está llena esta primera parte.

Mientras íbamos entendiendo la mecánica del 6&9, llegaron las parejas que no creían en el jueves santo. La parte más complicada fue reemplazar el desconcierto y el sentimiento de profundo ridículo, por morbo y deseos de tener sexo. Esta transformación está presente en toda la crónica. Teníamos que estar desnudos e insinuarnos a gente desconocida, sin abusar del alcohol, pues aunque es difícil de creer, yo estaba persiguiendo un reportaje. Teníamos que compartir el jacuzzi, vestirnos delante de todos, tocar y dejarnos tocar por placer.

Fue muy importante cambiar de lugar, siguiendo el movimiento de las parejas; también lo fue conversar con la gente haciendo énfasis en que éramos primerizos (lo que era cierto), eso hizo que actuaran con nosotros un poco paternalistamente y que nos contaran sus secretos como dándonos consejos, sobre todo la pareja con la que al final consumaríamos una especie de intercambio. Debíamos ser como los swingers sin serlo realmente, apelar a ese lado “liberal” que en definitiva teníamos y que se estaba realizando de golpe, pero con delicadeza, sin herirnos el uno al otro, y siendo muy cuidadosos para no ser descubiertos.

Éticamente hablando, esta manera de hacer periodismo no tiene una sola justificación. Aquí va la mía: En ese momento y en el lugar de los hechos, sé que la única forma de ser fiel al espíritu y realidad de esta historia o de cualquier otra, es dejarme llevar por el azar, fluir con las situaciones y las personas, de una manera que no podría si lo hiciera presentándome como periodista. Por eso era tan importante que al exhibir la vida y experiencia de los swingers, exhibiera también mi propia intimidad. Que se viera mi desnudez, mi ridículo, mis miedos y complejos, mis celos, pero también mi curiosidad, mis fantasías y mi morbo. Digamos que es el costo de ser testigo y parte, si iba a entrometerme tenía que hacerlo hasta el final, y cada cosa que dijera de los swingers también sería algo que podría decir de mí misma.

Alguien podría decir que esta crónica trata más de mí que de los swingers. Y no estaría tan equivocado.

El texto

En realidad, yo no quería escribir sólo un artículo desinhibido sobre sexo para calentar al lector, quería dar una verdadera tesis sobre los swingers. Quise esconderme detrás de un montón de citas cultas y sentencias pomposas que fueron rápidamente detectadas y podadas por mis editores. Creo que fue una muestra tardía de pudor pero pudor al fin. Sergio Vilela, quien se encargó de la edición última y de dialogar conmigo en esta fase, me acusó de querer “intelectualizar” la crónica. Esa fue la primera crisis pero salimos airosos. Al reducir las citas el texto por fin se centró.

Como en otras experiencias con Etiqueta Negra, Vilela me envió una versión editada en la que señalaba las partes donde según él faltaba intensidad, calidad de detalles, adjetivos, etc. Yo iba aceptando sugerencias y rechazando otras y proponiendo algunas más. Lo que quedó fue la historia personal, el retrato de los swingers y las reflexiones que me generaban. Descartamos las entrevistas al director de la revista y al de la web. También hubo mucha discusión sobre el arranque y fuimos descartando escenas hasta que la acción naturalmente se centró en nosotros.
J, mi marido real, fue un contrapunto muy importante en el artículo, su ambigüedad ante el tema fue un recurso que exploté al máximo, y fue evolucionando –dentro y fuera del artículo- de la oposición a la implicación -casi sacrificada- por lo que los momentos más intensos de la crónica se deben justamente al juego de marchas y contramarchas que se da entre nosotros, alrededor de temas tan incómodos y conflictivos como los celos y la infidelidad, creo que con absoluta honestidad y naturalidad, de ahí que mucha gente que leyó el artículo lo sintiera tan cercano.

Cuando se publicó la historia, muchos colegas periodistas me preguntaron si no me lo había inventado todo. A fecha de hoy mi madre sigue pensando que escribí una ficción. Mejor no desengañarlos.

Dame el tuyo, toma el mío

Aventuras en un club de intercambio de parejasEn un mundo en el que todo se compra y se vende y ya casi nada se intercambia, los swingers ofrecen a sus parejas y esperan reciprocidad como una vacuna contra la infidelidad con engaños. Pero lo que sucede adentro de un club de esta clase no se parece tanto a esa utopía de la libertad sexual que quieren vender los políticos swingers. Bienvenidos a otra sociedad que puede ser tan decepcionante y discriminadora como tan placentera y secreta.

Una experiencia de Gabriela Wiener (y Cía.) No. 14

Esta noche me dispongo a ser infiel con permiso de mi marido. La puerta del 6&9 es tan discreta que nos hemos pasado de largo dos veces. Llevo encima un abrigo para camuflar mi look temerario y tres tragos de cerveza. J lleva una barba de cuatro días: lo veo tan guapo y tan mío que no puedo imaginar que en unos minutos se irá a la cama con alguien que no soy yo. Hay que tocar el intercomunicador. Deben estar viéndonos por una cámara. Nos abre un sujeto pigmeo y con cara de aburrido que dice que la entrada doble cuesta treinta y cinco euros. Vengan por aquí. Toman la posta dos mujeres atractivas, las relacionistas públicas (digamos lúbricas) del lugar.
¿Qué queremos beber? Estamos ante una barra larga y desierta. Somos los primeros, maldita sea. Son las once de la noche de un jueves en Barcelona. En el televisor sobre la barra se ve una película porno en la que un camionero la emprende contra una rubia quebradiza. ¿Es la primera vez? Sí. Vengan conmigo, nos repite una de las anfitrionas de hoy, con acento sevillano. Es menuda, lleva el cabello ondulado y unas botas hasta las rodillas parecidas a las mías. No es una anfitriona más: es la dueña del 6&9. Conoció a su novio por un aviso publicado en una revista swinger, se enamoraron y abrieron juntos este local para intercambio de parejas que ya tiene más de cinco años.

Esta noche es una promesa intergeneracional, multirracial y multiorgásmica. A diferencia de otro club como el Limousine, que se repleta de adinerados sesentones cuesta abajo, el 6&9 es popular por su buena disposición para recibir a jóvenes de clase media que todavía no veo por ninguna parte. En mi encuesta previa lo habían calificado además de «higiénico», un tema que yo había soslayado inicialmente por mi creencia de que el sexo es sucio sólo si se hace bien, pero que terminó siendo un punto a favor del 6&9 cuando decidimos venir. Seguimos a la anfitriona sevillana en un recorrido relámpago que tiene por finalidad describirnos el lugar y explicarnos las reglas del juego. Dejamos atrás el bar. Ésta es la sala del calentamiento, dice ella: aquí podéis bailar una pieza o echar un vistazo a la porno mientras bebéis algo. Bajamos las escaleras hacia un sótano que es la versión erótica de la caverna de Platón o, a lo mejor, la cueva donde se divierte una pandilla de antropófagos. A partir de aquí sólo se puede pasear como se vino al mundo. La llave para los casilleros se pide en la barra y luego aparece el impresionante escenario del escarceo: los treinta metros de cama en forma de ele que los fines de semana hacen crujir hasta cincuenta parejas a la vez, pero que a esta hora aún luce vacante. Justo enfrente, un dispensador de preservativos. A la derecha de los camerinos, el jacuzzi, y más allá las duchas para parejas y el cuarto oscuro, una especie de minidiscoteca nudista.

–Si no queréis nada con alguna persona basta con tocarle el hombro.

Ésta es la contraseña del 6&9. Cada club recomienda a los clientes una manera delicada de informar a los demás cuáles son tus límites.

–¿Y para qué es esta habitación? –pregunto.

–Es la habitación de las orgías. Aquí vale todo.

No me froto las manos, no trago saliva. Sólo miro de reojo a J con un signo de interrogación en la cabeza. Esto recién comienza.

Llevo aquí una hora y lo único que he intercambiado son cigarrillos. Se supone que deberíamos intentar ligar con otros swingers menos tímidos que nosotros, pero por ahora no atinamos más que a mirar. Me había pasado toda la tarde preparándome como una novia para su boda y seguir al pie de la letra las instrucciones del anuncio del 6&9: «Chicas, por favor, con ropa sexy». Me ceñí una súper minifalda negra con pliegues, cortesía de mi mejor amiga, una ex sadomasoquista. Me puse una blusa escotada del mismo color y unas botas altas que hacían ver apetecibles mis muslos flacos. Opté por la depilación total. Se la enseñé a J. Me dio la impresión de que al ver lo explícito de mis argumentos, él recién se tomó en serio adónde íbamos y para qué. La gente suele venir a un club swinger para no mentir. Había leído en la web de la North American Swing Clubs Association (Nasca) que el propósito swinger más elevado consiste en que, al relacionarte genitalmente con otras parejas bajo la atenta mirada de tu consorte, evitas sucumbir al sexo extramarital y al engaño. Según la misma asociación, más de la mitad de matrimonios comunes practica la infidelidad secreta. Nada, entonces, como los honestos swingers. Me intriga esta aventura conjunta, esta libertad sexual que surge del consenso, este adulterio vigilado.

Nunca habíamos pisado un club como éste, pero a J y a mí podrían considerarnos como una pareja liberal. Más por mí que por él. Me explico: mi primera vez fue a los dieciséis años (nada raro). A la misma edad, tuve mi primer trío (con un novio y una amiga) y mi primer trío con dos hombres completamente extraños (y con aquel antiguo novio de testigo). No es ningún récord, lo sé, pero es suficiente para que los liberales con membresía no me miren tan por encima del hombro. Con cinco años juntos, J y yo contamos entre nuestras experiencias liberales con un intercambio frustrado y varios tríos, aunque siempre con una tercera mujer. En cuanto a los celos, tema superado para los swingers, para mí siempre han tenido que ver con el amor o con la fascinación. Si él se enamora de otra o se fascina por alguien, me pongo celosa. Los celos para él pasan por el sexo: si otro hombre me toca, le rompe la cara.

Antes de venir, J mostraba una buena actitud y parecía tomar nuestra incursión swinger como una saludable aventura. Estaba dispuesto a dar el gran paso, o sea, dejarme llegar todo lo lejos que me propusiera, aunque prefería no decirlo con todas sus letras. Para mí, nuestro swinger-viaje era más un ajuste de cuentas (ver tríos sólo con mujeres en el párrafo anterior), pero a pesar de que confiaba en la buena fe de J, tenía miedo de un arrepentimiento de último minuto. Nunca puedes estar seguro de cuán liberal eres de verdad hasta que te encuentras al lado de parejas profesionales de la libertad y el exceso. Según el decálogo swinger, los arrepentimientos a medio camino se dan entre parejas inmaduras que no tienen la mente abierta ni los sentimientos claros. Lo que es un insulto para una dupla que se precie de moderna.

Estábamos tranquilos y esperanzados en poder cumplir esta máxima swinger: una actitud liberal se basa en la confianza mutua entre los miembros de la pareja. Un voto de confianza suficiente como para prestar a tu esposo a tus amigas de una noche. Porque un buen swinger es generoso con los compañeros liberales, pero sólo ama a la mano que le da de comer. Se zurra en el noveno mandamiento, pero vuelve a dormir a su casa. Lleva condones a las fiestas de fin de semana, pero permanece fiel todos los días de su vida hasta que la muerte los separe. Siempre he creído en mi capacidad de compartir y sobre todo en mi capacidad de usufructuar. Pero ahora, sentada en esta barra del 6&9, empiezo a preocuparme. Todavía no hemos sido más que tímidos voyeuristas. Veo al fondo del pasillo a un par de jóvenes con los que haríamos buena pareja. Había leído que la mejor estrategia para ligar en estos sitios es que las mujeres tomen la iniciativa. Al fin me decido. Cruzaré los metros que nos separan y me presentaré diciendo alguna genialidad como: «Qué tal, ¿por qué tan solitos?».

Por suerte llega nuestra anfitriona. Al notar nuestras caras de perdedores se ofrece a conseguirnos una pareja. Hacer el papel de celestina entre los swingers novatos está incluido en el servicio del 6&9. Miro hacia donde estaban mis primeros candidatos: se han ido. Muchas parejas, antes de ir al punto, prefieren empezar bebiendo unas copas mientras van descubriendo quién es quién. Es un signo más del refinamiento de estos leales y nobles heterosexuales, además de divertidos. Pero aceptar la ayuda de una celestina en minifalda no sólo sería grosero, sino también una prueba de que nuestra timidez nos ha derrotado. Ya es la medianoche. Unas treinta parejas se han acomodado en la sala de los ligues. Sólo los «martes y miércoles de tríos» se permite que ingresen hombres solos. Ahora todos están tomados de las manos en algún sofá, diciéndose secretos al oído. Las mujeres visten minifaldas y los hombres, camisas bien planchadas y están bien afeitados. Casi no hay grupos. A esta hora es evidente que algunos no sólo vienen a ligar, sino a enrostrar su mercadería a los demás y también a montar su propia película porno. Están las parejas retraídas y acobardadas, las escrupulosas que miran de arriba abajo a cada tipa y tipo que atraviesa la puerta, y las libidinosas que te desvisten con los ojos y te llevan mentalmente a la cama. Otras vienen simplemente a mirar, quizá porque no les queda más alternativa. Hoy, está claro, yo no sólo quiero mirar.

Hay quienes creen que los swingers están pasando de moda en Europa y en Estados Unidos porque a la gente le gusta más comprar que intercambiar. Prefieren gastarse el dinero de sus vacaciones haciendo turismo sexual, dejarse de cortejos y rodeos y pagar por una prostituta o un prostituto en lugar de ofrendar algo, digamos, tan tuyo. No recuerdo quién decía que el sexo es una de las cosas más bonitas, naturales y gratificantes que uno puede comprar. Los swingers podrían confundirse, así, con personas generosas y desinteresadas que no compran ni venden nada. A mí nunca me gustó intercambiar: siempre he tenido arrebatos de generosidad, egoísmos repentinos, ingratitudes y pequeños robos. Esta noche me siento preparada para que me paguen con la misma moneda. O con un poco menos. Porque la premura del intercambio no da tiempo para mostrar tus garantías, y esta pretendida equidad swinger puede acabar en injusticia. Miro a mi alrededor y sé que en este supermercado de cuerpos todos corremos siempre el peligro de llevarnos gato por liebre.

Pero, por lo que veo, el intercambio sólo consiste hasta ahora en altas dosis de caricias, exhibición y harto voyeurismo. Demasiado entusiasmo y nada de acción. En verdad pocas veces se llega hasta el final: digamos, a la cópula cruzada. Aun así, la transacción se pretende lo más justa posible. Si esta noche alguien se me acerca con intenciones de prestarme a su esposo, yo estaré obligada a prestarle el mío. Ni más ni menos. Pero la utopía comunista de Marx no es posible en el 6&9. El trueque siempre es engañoso: demasiado primitivo para nuestra mentalidad moderna. Nos sentimos ridículos y eso que aún estamos vestidos. La mayoría empieza a ser sospechosamente cariñosa con su pareja, salvo los de la mesa de al lado: un cuarteto de intelectuales fashion que parecen haber llegado juntos y, a juzgar por su conversación sobre el parlamento europeo, manejan bien la situación. Las otras parejas estacionadas en la sala de los ligues seguimos incomunicadas, mirándonos con el rabillo del ojo y preguntándonos si somos dignos de ellas o si ellas son dignas de nosotros. Empiezo a tenerle miedo a esta entidad abstracta llamada pareja swinger.

La tensión es tal que J y yo no tenemos ganas ni de besarnos. El esnobismo de ser swinger me está matando. Quiero refugiarme en el amor. Pero justo en medio de este trance existencial comienzan las olas migratorias hacia la zona nudista, el territorio del trueque. J y yo intercambiamos una última mirada cómplice antes de cometer el crimen. Bajamos a toda velocidad las escaleras que conducen hacia los casilleros del sótano. Vamos al encuentro de la terapia de choque. A juzgar por los vapores y los gritos, Lucifer debe vivir en las profundidades del jacuzzi del 6&9.

Primera vacilación de la noche: quitarse la ropa en medio de un iluminado pasillo, junto a dos «adultos mayores» mofletudos y en pelotas. Los abuelos, sin embargo, ni nos miran, y sus cuerpos, que ya han vivido el apogeo y la caída del imperio de los sentidos, desaparecen en la oscuridad. Optamos por copiar a los conservadores y nos envolvemos con unas toallas blancas. Todos nos miran. La gente tiene debilidad por las novedades. Paseamos por el lugar. En la súper cama de treinta metros, unas diez parejas se besan y acarician: algunas con sobrada calma y otras que parecen acercarse ruidosamente al clímax. Me decepciona no encontrar sexo en grupo por ninguna parte. Como recién llegados no podemos saber si los que ya están en la cama son el producto de varios intercambios discretos. Quizá ninguna de las parejas que se revuelcan en el lecho colectivo sea la original. Una breve ojeada alrededor nos avisa que la diversión parece estar en una cueva contigua, aislada por unas cortinas estampadas de penes azules. Ocho parejas en toallas bailan en la penumbra mientras la temperatura sube sin control. Se entregan al juego, aunque todavía no intercambian nada. Yo también me entrego.

Segunda vacilación de la noche: tener sexo delante de tanta gente. Me pregunto si estoy lista. Pero mi impaciencia estalla y se me despierta una especie de espíritu competitivo. Al ver que los demás se manosean, decido desmarcarme y regalarle a J unos minutos de sexo oral casero y devoto, escudada en la oscuridad, pero conciente del exhibicionismo de mi arrebato. Los demás se acercan a mirarnos y siguen nuestro ejemplo. Siempre quise ser una agitadora sexual y éste es sin duda mi cuarto de hora. J toma mi iniciativa con gusto. Las toallas se deslizan a nuestros pies.
Esta bienvenida a Swingerlandia ha estado bien para mí. Siento que he ganado algo de protagonismo y que el grupo se ha soltado gracias a mi buena acción. O al menos es mi fantasía. Comienzo a vivirla: creo que los compañeros han empezado a mirarme lujuriosamente. Creo que ha comenzado a tocarme un pulpo precioso. Creo que estoy en los brazos de un sujeto calvo. Su mujer se me planta al frente y empieza ese bailecito lésbico de videoclip que tanto les gusta a los chicos. La sigo, qué más da. Es guapa y muy delgada, suda y, para ser sinceros, tiene una cara de loca o de haberse metido éxtasis. Yo ni siquiera estoy borracha. Todos nos tocan y nos empujan suavemente a una contra la otra. La ola del deseo se propaga. ¿Pero quién es éste que no me suelta las tetas? ¿Es otra vez el calvo o es otro? Imposible saberlo.

En un segundo busco a J y lo veo con la chica éxtasis, también manoseando a su antojo. Siento un ligero escozor, pero nada serio. Imagino que él debe estar igual o peor. Me alivia saber que también se divierte y no se preocupa por mí, o al menos que lo finge muy bien. Sigo yendo de mano en mano, descubro que me gusta sentirme así, que nadie sepa quién soy, abandonarme a los caprichos de algo que está más allá de mi conciencia. Empiezo un juego solitario que consiste en toquetear con insolencia a las parejas que no se han integrado, lo que me hace saber que estoy excitadísima. Me miran mal y casi me hacen despertar de mi fantasía. Quizá estoy violando una regla swinger sin darme cuenta. No distingo entre los cuerpos anónimos a J. Me angustio, me hago la idea de que lo he perdido, si no para siempre, al menos por un buen rato. Pero entonces una mano penetra entre las ridículas cortinas y me jala hacia afuera.

He hablado con más de media docena de parejas swingers esta noche y todas defienden su opción como un antídoto contra el virus de la infidelidad. Juran que es una novísima forma de sexualidad, capaz de salvar matrimonios agónicos o al menos de estirarlos. Muchos no son otra cosa que versiones recicladas de aquellos cornudos y cornudas voluntarios de la década del setenta (o sus hijos) que consagraron el amor libre y el sexo extramarital. Devotos de la consabida frase: «La fidelidad es el falso dios del matrimonio». Creyentes de que su iconoclasta vida de pareja se enriquecerá sacando una que otra vez los pies del plato. Swinger significa «algo que oscila» y alude a esa facilidad humana para viajar de cama en cama. Define al tipo de persona que renuncia a hacerse de la vista gorda, que reniega de la doble moral y se atreve a actualizar sus máximos delirios con otras personas, aunque dejando que el amor sea el único campo minado para los intrusos. Pero esta regla también se viola a cada instante y algunos confiesan haberse enganchado alguna vez con la pareja de otro e incluso haberse visto a escondidas con ella. Hay casos graves de incumplimiento de contrato que se convierten en matrimonios de cuatro.

Georges Bataille decía que es un error pensar que el matrimonio poco tiene que ver con el erotismo sólo porque es el territorio convencional de la sexualidad lícita. Lo prohibido excita más, eso se sabe, pero los cuerpos tienden a comprenderse mejor a la larga: si la unión es furtiva, el placer no puede organizarse y es esquivo. Imagino que los swingers no le darían crédito al francés Bataille cuando además escribió: «El gusto por el cambio es enfermizo y sólo conduce a la frustración renovada. El hábito tiene el poder de profundizar lo que la impaciencia no reconoce». Para la mentalidad swinger, un matrimonio es impensable sin fiestas, sin orgías, sin una visita eventual a un club de intercambio. Yo imaginaba que éste sería un templo de sofisticación y placer al estilo de Eyes Wide Shut, la última película de Kubrick. Pero lo que ocurre dentro de un club swinger no se parece tanto a esas escenas de glamour y lujuria que la gente suele imaginar desde afuera. Para empezar, está lleno de panzones sudorosos y mujeres con siliconas. Tampoco es esa utopía de la paridad que quieren vender los políticos swingers: un mundo repleto de gente con fantasías para compartir y cuyo fin es reducir los índices de divorcios. Lo que dicen las cifras es que los divorcios son más comunes entre parejas liberales. ¿Y? A los swingers esto no parece importarles.

La mano que me jalaba era la de J, por cierto. Tras la virulencia del cuarto oscuro, ahora lo sigo hasta la súper cama en forma de ele. Queremos un momento de paz e intimidad. Comenzamos a acariciarnos, pero yo estoy desconcentrada. J, en cambio, ya está encima de mí, muy dispuesto. Le pregunto qué tal. Más o menos: no le gustó que la chica del éxtasis lo tocara con modales de actriz porno. Me sorprende mi éxito, le digo un poco presumida, y le susurro palabras al oído.

–¿Tuviste celos? ¿Tuviste ganas de matar?

–¿Tú qué crees? Me daban vértigos.

–Pero, ¿rico?
–…
–¿Rico verme con otro?

–No, francamente espantoso. Mejor si puedo evitarlo el resto de mi vida.

Yo le diré lo de siempre: verlo con otra me excita tanto como me duele. Hacemos el amor. Sin querer nos estamos comportando como unos swingers: nos han estimulado extramaritalmente y procedemos a consumar el sexo conyugalmente. De vez en cuando volteo a la derecha y a la izquierda, atenta a nuestros compañeros de cama. A la derecha hay una pareja de chicos que no llegan a los veinticinco años. Ella es tan morena que no parece de aquí. Él le practica un sexo oral con evidentes muestras de torpeza. Ahora hacia la izquierda: una pareja mayor, ambos muy gordos, me hace pensar en el peso de la costumbre. Ella está encima y no pierde su ritmo eficaz hasta que se viene. No sé si sentir pena o alegría por la evolución: a la larga llega el conocimiento, el declive. Y ese gesto lúdico e intrascendente que anhela hacer renacer una excitación ¿perdida? con experiencias nuevas es nuestra caricatura. Pero J entra y sale con una especie de furia tardía, y entonces mis cavilaciones se extinguen en un orgasmo larguísimo.

Entramos en receso, nos damos una ducha fría y salimos hacia la calefacción. En la sala conocemos a una pareja muy simpática. Él es transportista y ella, enfermera. J me dice que la mujer le recuerda a su profesora de matemáticas. Tiene gafas y unas tetas enormes. Me parece una bonita fantasía hacerlo con tu profe de mate. Ya dije que no soy celosa, aunque su marido se parece al Hombre Galleta. Es casi enano, corpulento y tiene el rostro rugoso. Ambos son dulces. Los cuatro nos hemos sumergido en el jacuzzi y la estamos pasando bien.

Tercera vacilación de la noche: hacerlo con la primera pareja poco atractiva que te dirige la palabra. Estamos ante un caso muy común dentro de este mundillo: uno de los miembros de una pareja (J) se interesa por un integrante de la otra pareja (profesora de matemática con tetas), mientras el otro elemento (yo) sigue pensando en que mejor sería volver a encontrar al calvo y a la loca del éxtasis y acabar lo empezado. En estos casos es mejor abortar el plan, recomiendan los expertos: un club swinger podría convertirse en el Club de la Pelea.

Ni lo sueñes, le digo a J cuando al fin nos quedamos solos. La pareja se ha ido a bailar al cuarto oscuro, de seguro creyendo que iríamos tras ellos. No me gusta el Hombre Galleta, el marido de la profesora, qué puedo hacer, aunque me decepciona no ser tan democrática como pensaba. Huimos de manera cobarde hacia la habitación de las orgías, un buen lugar para esconderse. Siguiendo nuestro atrofiado instinto swinger, llegamos por fin a lo que parece ser un intercambio de parejas con todas las de la ley. Hay unos espejos frente a una cama más pequeña que la de afuera, y allí se desparraman varios cuerpos jadeantes. En este punto sería muy complicado tratar de saber de quién es qué. El eufemismo pareja ya no tiene ningún sentido. No hay forma de individualizar, son una gran entidad: podría tratarse de Lengualarga, esa diablesa hindú con vaginas en todas sus extremidades, que está haciendo el amor con el nieto del dios Indra, aquel ser que tiene igual cantidad de penes. Los gemidos nos dicen que hemos llegado tarde, pero igual intentamos participar. Dos parejas muy hermosas parecen divertirse de lo lindo muy cerca de nosotros.

Cuarta vacilación de la noche: quizá sea una orgía privada a la que no estamos invitados. Una mujer que podríamos llamar la Yegua –poseedora de una gran energía sexual según mi Kamasutra de bolsillo– está masturbando a un tipo mientras otro la penetra. Ambos se detienen, tienen fuerzas para levantarse de la cama y ponerla contra la pared. La acometida es vibrante, hay un componente bestial en todo esto. La Yegua grita. Nosotros somos mudos observadores de las maravillas de la naturaleza, pero sobre todo de las maravillas de la cultura. Esta escena se trae abajo otro mito del mundillo liberal swinger: el de la igualdad de oportunidades. Aquí, como en el mundo real, sólo tienen éxito los que son hermosos y sensuales, los que van al gimnasio y se operan. Los que no, tienen que resignarse al onanismo. La competencia puede ser descarnadamente desleal.

Mira quiénes vienen por allá, me dice J. Vemos que están entrando la profesora de matemáticas y su marido, el Hombre Galleta, y rápidamente ocupan su lugar al lado de nosotros. Ella empieza a hacerle un fellatio y, una vez que logra su objetivo, se inserta dentro de él bamboleando sus supertetas y lo cabalga suavemente. J estira sus manos hacia los pechos de su profesora, mientras yo le hago un nuevo sexo oral a él. El Hombre Galleta hace uso de su derecho y estira sus manos hacia mí. Me coge los senos. Yo le cojo los senos a su mujer. Todos le agarramos las tetas a la profe. Deliberadamente monto al hombre dándole mi espalda y me quedo cara a cara con la profesora, quien a su vez recibe los embates de J desde atrás. Para este momento, el Hombre Galleta, con dos mujeres encima, ya me está masturbando con sus dedos de conductor de autobuses hasta que me vengo. Soy la única que alcanza un orgasmo. Me siento agradecida por tantas muestras de cariño desinteresado. Luego J y yo nos alejamos de ellos sin despedirnos.

Han pasado ya varios días desde que perdí mi virginidad swinger. Rebobino la película y vuelvo a viajar por un instante a ese mundo de intercambios sexuales. Veo a los desposeídos del placer siendo objeto de las multinacionales y sus tentáculos, pretendidos alquimistas del sexo que convierten lo banal en oro, que ofrecen paraísos artificiales, falsas fuentes de la eterna juventud y otros paliativos contra la infelicidad. Veo matrimonios al borde de la debacle, mujeres frígidas, adultos mayores, fármaco-dependientes, cocainómanos en última fase, buenos católicos, despojados del Viagra, eyaculadores precoces, micropenes, dictadores, impotentes, presidentes del mundo libre, clase trabajadora en general, swingers con los días contados viviendo la extinción del deseo como un infernal viaje hacia la desesperación.
Ésta es una noche de viernes en una Barcelona asfixiada de calor y J duerme con el televisor encendido en un partido de fútbol mientras yo escribo sin parar, tal vez esperando la llamada de mi amiga, la ex sadomasoquista, sintiéndome de todo menos liberal. Me regalo el privilegio de ver el mundo de los swingers y sus manjares desde la distancia: no de una distancia orgullosa, pero sí a salvo, con la tranquilidad de quien se sabe joven y amada, aunque sea con fecha de caducidad. No sé si era Aldous Huxley quien decía que es un problema descubrir un placer realmente nuevo porque siempre se quiere más. Cuando uno se lo permite en exceso se convierte en lo contrario: cada placer aloja la misma dosis de dolor. Sé que fui liberal alguna vez, pero sólo hasta que regresé del planeta de los swingers. He traicionado el voto de confidencialidad de la mafia. La última regla para un swinger es no revelar nunca lo que ocurre entre liberales del sexo. Quizá nunca lo fui.