martes, 25 de agosto de 2009

Ejemplo de crítica

El arte de la distorsión
por Juan Gabriel Vásquez

¿Es posible hallar nuevas formas de leer Cien años de soledad? Para Juan Gabriel Vásquez, la obra de García Márquez adquiere una nueva dimensión al ser leída como una singular novela histórica y no, como hasta ahora, bajo el paraguas del realismo mágico.

Hace unos meses di por terminada una novela que me planteó problemas inéditos, y es con esta breve nota autobiográfica que quiero comenzar estas palabras. Su título provisional es Historia secreta de Costaguana. Costaguana, como recordarán algunos, es el país sudamericano y ficticio donde ocurre la acción de Nostromo, una de las grandes novelas de Joseph Conrad. Mi novela parte de una especulación: la posibilidad, sugerida en muchas partes, de que Conrad haya pisado tierra colombiana a la edad de diecinueve años, y de que mucho después haya escrito Nostromo basándose, en buena parte, en la historia política colombiana del siglo xix. Pues bien, el narrador de mi novela es un hombre más bien raro que dice haber sido la principal fuente de información de Conrad. A lo largo de trescientas páginas, nos cuenta lo que le contó a Conrad, que resulta ser la historia de su vida, por supuesto, pero también, y simultáneamente, la historia de Colombia desde las primeras guerras civiles del siglo xix hasta la separación de Panamá en 1903. Así que por primera vez desde que empecé a publicar libros me encontré ocupándome, si bien lateral y brevemente, de algunos de los temas que reciben la atención de esa gran Némesis de los escritores colombianos: Cien años de soledad. Y enseguida me encontré haciendo lo que nunca había hecho: leyendo Cien años de soledad como novelista. En efecto, mis lecturas siempre habían tenido la actitud desapegada y un poco irónica con que se escuchan pacientemente los cuentos de un abuelo, siempre admirando su carácter incontrovertible de obra maestra, pero consciente de que esa obra maestra no me servía para nada. Ahora, en cambio, me encontré haciéndome la siguiente pregunta: ¿hay otra manera de leer Cien años de soledad? Me encontré dedicando un cierto tiempo a ese empeño: malinterpretar la novela, transformarla en algo distinto de lo que hemos leído durante casi cuarenta años.

Lo primero que debía hacer era desprenderme de las ideas recibidas, y, entre ellas, de la etiqueta más nociva de la novela: la del realismo mágico. Pero no lo hice recordando, como se hace con tanta frecuencia, que el realismo mágico ni siquiera es un concepto latinoamericano, sino alemán; no lo hice recordando que uno de sus primeros manipuladores es el crítico de arte Franz Roh, que no lo usó para hablar de literatura, sino de la nueva escuela de pintura que estaba surgiendo por oposición al Expresionismo. No eché mano de estos argumentos porque la discusión sobre la nacionalidad de los términos me parece vacía y, lo que es peor, poco interesante. Más interesante, en cambio, era remitirme al trajinadísimo Alejo Carpentier y su trajinadísimo ensayo, De lo real maravilloso americano. Se suele decir que De lo real maravilloso americano es una especie de programa o sistema que prefigura o anticipa las reglas de juego del realismo mágico; el ensayo apareció por primera vez, en forma de prólogo reducido, en las primeras ediciones de El reino de este mundo, de 1949, y por lo general los lectores hemos asumido sin chistar que el prólogo de Carpentier es lo que permite el surgimiento de los grandes libros de esa tradición, y en particular de Cien años de soledad (Emir Rodríguez Monegal lo llamó “prólogo a la nueva novela latinoamericana”, nada menos). Pero últimamente se me ha ocurrido que hay en ello una inconsistencia bastante curiosa.

De lo real maravilloso americano es, digámoslo de una vez por todas, un acto de contrición. En 1927, Alejo Carpentier es encarcelado por manifestarse contra el dictador Gerardo Machado; allí, en la cárcel, y en nueve días, escribe su primera novela: Ecué-Yamba-Ó. Tan pronto como sale de la cárcel, Carpentier viaja a París, y sospechamos que lo hace huyendo no de Machado, sino de Ecué-Yamba-Ó. La novela, desde el primer momento, le pareció un error, un ejemplo más de la cansada retórica del realismo latinoamericano. En París, Carpentier conoce a los surrealistas, y queda deslumbrado por su búsqueda de una realidad que no desdeñe el mundo de los sueños sino que se deje enriquecer por él, una realidad que admita todo lo que el realismo decimonónico rechazó de plano. Comienza a pensar que el surrealismo contiene herramientas valiosas para interpretar la realidad americana, que también es una realidad más rica de lo que se ve a simple vista. Y años después, en 1943, durante un viaje a Haití, sufre una revelación contundente, una especie de camino de Damasco: en contacto con la realidad desbordante de la isla caribe, Carpentier descubre que en América lo maravilloso tiene un origen distinto. No está en las estrategias del surrealismo: ni la escritura automática, ni en “la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección”. En América, lo maravilloso forma parte de la realidad cotidiana. Nace, ya no del descreimiento de los europeos frente al realismo decimonónico, sino de la fe: la fe de los hombres en el milagro. Hasta aquí, todo funciona bastante bien: después de todo, Carpentier ha desechado a los estafadores surrealistas, y en eso no podíamos estar más de acuerdo. Pero entonces se pone en la tarea de definir lo real maravilloso. Y es ahora que la cosa se pone problemática.

Escribe Carpentier:

Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”.

Pasemos por alto el inesperado golpe de retórica que utiliza cuatro fórmulas distintas para expresar la misma idea. Fijémonos, en cambio, en tres palabritas que me molestan infinitamente: “exaltación del espíritu”. Yo les confieso que siempre me han irritado los espíritus exaltados, pero ahora no se trata de eso. Esta idea de Carpentier, me parece, choca de frente y con muchos muertos con la idea vertebral del ensayo, la presencia de lo maravilloso en la cotidianidad de América. En efecto, si la realidad de América contiene lo maravilloso de manera espontánea, ninguna exaltación del espíritu, mucho menos un estado límite –otras dos palabras molestas—, son necesarios para percibirla; o, para decirlo de otra forma, los espíritus exaltados forman parte del mundo de lo excepcional, de la magia y del vudú, no de la materia de todos los días que Carpentier dice haber experimentado.

¿En dónde radica el malentendido? La respuesta, me parece, no es difícil: Carpentier ha utilizado, para escribir su tesis, los ojos de un europeo. Para mí, bucear en el fondo de este párrafo es descubrir que su fondo no es distinto del de una crónica de Indias, que la sorpresa de Carpentier ante lo real maravilloso americano no se separa demasiado de la que sintió Cristóbal Colón al ver una sirena en los mares caribeños. La retórica de América como continente mágico, la retórica de sus gentes como depositarios de la magia de las tierras vírgenes, la retórica, en suma, del Buen Salvaje: esas inocencias contaminan la noción de lo real maravilloso que propone Carpentier. De hecho, en estas líneas Carpentier, de tanto pensar América Latina, ha dejado de ser latinoamericano para volverse latinoamericanista. Vuelvo a leer “exaltación del espíritu”; vuelvo a leer “estado límite”, y aquí llego a sostener frente a ustedes algo que, previsiblemente, les parecerá una barbaridad: al contrario de lo que nos han venido enseñando durante décadas, lo real maravilloso no tiene absolutamente nada que ver con Cien años de soledad, novela en la que lo maravilloso, lejos de llevar a nadie a ningún estado límite, lejos de exaltar de ninguna manera ningún espíritu, no sorprende a nadie. Y eso por una razón que, bien mirada, es bastante obvia: en Cien años de soledad, lo maravilloso nada tiene de maravilloso.

En Historia de un deicidio, que permanece insuperado como interpretación de Cien años de soledad, Vargas Llosa dedica unas cinco páginas a examinar el que es, para mí, el recurso definitorio de lo que hemos dado en llamar realismo mágico. Todos ustedes recuerdan la remota tarde en que José Arcadio Buendía lleva a sus hijos a conocer el hielo. Poco antes de esa escena, José Arcadio Buendía ha estado vagando por el campamento de los gitanos, preguntando por Melquíades. Encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: “Melquíades murió”. Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Tras este episodio, José Arcadio sigue su camino hacia la carpa que guarda la “portentosa novedad de los sabios de Memphis”, que no es otra cosa que un cubo de hielo. El gigante que protege el cofre le pide cinco reales por tocar el portento. “José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio”. Ya lo ven ustedes: ante el armenio taciturno que se convierte en un charco de alquitrán, José Arcadio Buendía reacciona con aturdimiento, pero no por la metamorfosis del gitano, sino por la noticia que el gitano acaba de darle. En cambio, al tocar esa suprema banalidad que es un cubo de hielo el corazón se le hincha “de temor y de júbilo al contacto del misterio”. En el primer episodio, ningún adjetivo, ninguna metáfora nos sugieren que la conversión de un hombre en brea tenga algo de extraordinario; en el segundo, lo más ordinario del mundo es presentado como algo sobrenatural. Esta inversión, me parece, define Cien años de soledad; este trueque, repetido mil veces, es lo que crea la particular visión que tiene esta novela sobre lo maravilloso, visión que no sólo es opuesta a los “espíritus exaltados” de don Alejo Carpentier, sino radicalmente incompatible con ellos. En otras palabras: esta lectura echa por tierra cualquier relación de Cien años de soledad con la estirpe que –nos dicen– nace del ensayo de Carpentier. En estas condiciones, ¿no es imposible seguir leyendo Cien años de soledad en la tradición de lo real maravilloso americano? A mí, novelista colombiano, esta lectura me obliga bajo pena de muerte a buscar otras lecturas. Y así llego a proponerles una arbitrariedad casi insostenible, un capricho un poco vergonzante cuya única justificación es que así leemos los novelistas: de modo caprichoso, de modo arbitrario. Les propongo leer Cien años de soledad como novela histórica. Ante semejante declaración, que a muchos les parecerá una boutade, supongo que debo empezar por explicar un poco de qué hablo cuando hablo de novela histórica. Antonia Byatt, que no sólo es autora de grandísimas novelas históricas sino que ha reflexionado con inteligencia y fortuna sobre el género, resume las preocupaciones de muchos de los novelistas que se han dado a la tarea de escribir sobre el pasado. “Durante mi vida de escritora”, dice, “la novela histórica ha sido mirada con reprobación o rechazada por los críticos académicos tanto como por los reseñistas. En los años cincuenta, la palabra ‘escapismo’ era suficiente para desdeñarla, y la idea evocaba capas y espadas, damas vestidas de crinolina, corpiños arrancados, barcos de vela en batallas sangrientas.” Como ustedes se imaginarán, yo me refiero a algo muy distinto. Nuevamente recurro a las palabras de otro. “No hay que confundir dos cosas”, nos dice Kundera en El arte de la novela. “De un lado está la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana, y del otro está la novela que es la ilustración de una situación histórica, la descripción de una sociedad en un momento dado, una historiografía novelada”. La palabra historiografía, con sus connotaciones de biblioteca, de búsquedas en enciclopedias y ficheros, es la clave de esta idea. Uno se imagina al escritor investigando el orden de los faraones, o qué se desayunaba en la corte de los Médici, y luego incorporando esos datos a la novela, contentísimo por la verosimilitud que ha logrado. Este tipo de novela me interesa más bien poco, por una razón muy sencilla: la historiografía escribe la historia de la sociedad, no del hombre. Para decirlo de otra forma: a estas novelas no les interesan los individuos, sino el telón de fondo; no les interesa explorar aquello que Kundera llama la dimensión histórica del ser humano, sino vulgarizar los hechos que todos conocemos; son novelas que desnaturalizan el arte de la novela, por lo menos si creemos, como cree Kundera y creo yo, que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir. Pero hay otras novelas y otros autores, hay otras voces y otros ámbitos, que se han enfrentado a los complejos procesos de la historia de maneras que a la historiografía le parecerán reprobables, pero que la historia misma (además de los lectores) agradece. Estos novelistas han descubierto que su patrimonio está en la libertad, la suprema libertad del creador de ficciones, que le da derecho para modificar las cronologías, cambiar los escenarios, destruir las causalidades. Sin formar escuelas, sin firmar manifiestos, varios novelistas de distintas lenguas se han dado cuenta de la posibilidad de otra novela histórica cuya fortaleza se concentra toda en algo que llamaré el arte de la distorsión. Una de esas novelas es, por supuesto, Cien años de soledad. Y para ilustrar, aunque sea someramente, la manera descarada y hermosa en que se enfrenta este tipo de novela al monstruo de la historia, no hay mejor episodio de la historia colombiana que el de la masacre de las bananeras, ocurrida el 6 de diciembre de 1928. Quizás ustedes conozcan los rasgos generales de ese día: la United Fruit Company, empresa norteamericana que se dedicaba desde principios de siglo a explotar las plantaciones de banano de la costa caribe, lo hacía con total desprecio por las leyes laborales colombianas, y había recibido repetidas amenazas de huelga de parte de sus miles de trabajadores. El 5 de diciembre corrió entre ellos el rumor de que el gobernador del departamento del Magdalena llegaría al pueblo al día siguiente para escuchar las quejas; una multitud ansiosa se congregó en la estación de trenes, y se negó a dispersarse a pesar de que el jefe militar de la zona, general Cortés Vargas, hubiera decretado que toda reunión de más de tres personas debía ser disuelta, si era necesario, disparando sobre la multitud. Los militares leyeron los decretos, dieron a la multitud cinco minutos para dispersarse, y enseguida dispararon indiscriminadamente. El general Cortés Vargas reconoció los hechos, los justificó por razones de orden público, y lamentó la muerte de nueve de los manifestantes. Poco después, el embajador norteamericano habló de cien muertos, luego de quinientos o seiscientos, y en un informe para el Departamento de Estado terminó por hablar de más de mil. Nunca se ha sabido la cifra exacta, pero los hechos de ese día, y sobre todo la imposibilidad de confirmar la verdad histórica, han quedado fijos en la memoria cultural colombiana después de que el caricaturista Ricardo Rendón los inmortalizara en las páginas de la prensa nacional, después de que un gran novelista, Álvaro Cepeda Samudio, les dedicara una novela entera, La casa grande, y después de que García Márquez los explorara en uno de los mejores capítulos de Cien años de soledad. Veamos cómo opera el incidente al ser transpuesto a la ficción o, lo que es lo mismo, al ser distorsionado por ella. En medio de los vuelos mágicos del libro, García Márquez realiza un aterrizaje forzoso en la realidad histórica al contar el momento en que José Arcadio Segundo llegó a la estación para esperar el tren de las doce. Se trata, para mí, de la escena más vívida y más intensa de un libro en el que no faltan las escenas vívidas e intensas; puedo decir que no hay otras páginas de la ficción colombiana que haya leído más veces, siempre sintiendo ese hormigueo en la nuca que es para Nabokov la señal de que estamos leyendo algo grande. Hacia las tres de la tarde se sabe que el tren del gobernador no llegará. Escribe García Márquez: Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el decreto número 4 del jefe civil y militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala. Entonces, tras mancharse los pies con los datos históricos del episodio, con el nombre real del general asesino y con los términos reales del decreto, Cien años de soledad decide que ya es momento de ceder el paso a los poderes de la novela. Un capitán da cinco minutos a la multitud para retirarse; cumplidos los cinco minutos, advierte que en un minuto más se hará fuego. En ese momento José Arcadio Segundo grita su grito famoso: “¡Cabrones! Les regalamos el minuto que falta”. Y lo que siguen son los disparos, que parecían una farsa, pues “era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia”, porque disparaba “pero no se percibía la más leve reacción” de la muchedumbre. De repente alguien cae herido; alguien grita: “¡Tírense al suelo!” Y la estación se va llenando de muertos, esos muertos que serán recogidos por trenes y tirados al mar. José Arcadio Segundo iba en uno de esos trenes, pero nadie le creería después lo que había visto. “Eran como tres mil”, repetiría, pero todo el mundo le diría lo mismo: “Aquí no ha habido muertos”. No tengo aquí espacio para detallar todas las formas sutiles en que las páginas de la novela modifican la verdad histórica tal como es contada en los manuales, pero lo más interesante, para mí, son las formas en que no lo hace, las líneas en que los datos históricos son reproducidos con fidelidad de documentalista por García Márquez. Transpuesta en un contexto distinto del que le es propio, rodeada de ciertas ficciones bien escogidas por el narrador, la historia nos revela sus secretos con más generosidad que la historiografía más exhaustiva. Aún más: la manipulación de la verdad histórica por parte del novelista conduce a la revelación de verdades más densas o más ricas que las unívocas y monolíticas verdades de la historia. En el episodio de de la masacre de las bananeras, Cien años de soledad da cuerpo, tal vez involuntariamente, a uno de los debates más recurrentes de las últimas décadas: la imposibilidad de conocer la historia, o, más bien, la idea de que toda historia, puesto que nos es contada, es apenas una versión. La historia como ficción: esta propuesta, que a finales de los años sesenta sumió a los historiadores en una crisis de la cual no han salido, ha tenido el efecto curioso de liberar por fin las posibilidades de la novela. Pues, como dice Byatt, “la idea de que toda historia es ficción condujo a un nuevo interés en la ficción como historia”. Yo voy incluso más allá: la idea de que toda historia es ficción ha permitido a la ficción ganar una libertad inédita: la libertad de distorsionar la historia. En Historia del mundo en diez capítulos y medio, Julian Barnes escribe: “Inventamos historias para tapar los hechos que no conocemos; conservamos unos cuantos hechos verdaderos y alrededor de ellos tejemos un nuevo relato. Sólo la fabulación puede aliviar nuestro pánico y nuestro dolor; la llamamos historia”. ¿No es el mismo procedimiento de Cien años de soledad? Y la lectura de la novela según estas claves, ¿no la recupera para nosotros, los novelistas? La proliferación de curas que levitan tomando tazas de chocolate, de mujeres tan hermosas que suben al cielo entre sábanas, ese inventario de frívolas magias parciales, ha oscurecido las verdaderas posibilidades de la novela. Lo que quiero decir es esto: si es cierto que hay novelistas fértiles (los que abren caminos para otros) y novelistas estériles (los que cierran caminos, o los dejan abiertos sólo para los imitadores perezosos), la lectura de Cien años de soledad en clave de realismo mágico ha demostrado ya su carácter estéril, generando infinidad de cansados pastiches en todas partes del globo o, lo que es peor, provocando la impotencia de sus deslumbrados lectores. En cambio, leerla según las claves de la distorsión histórica le devuelve su fertilidad, y nos abre nuevos caminos en la lectura de algunos de los grandes novelistas contemporáneos. Leer Los hijos de la medianoche, de Salman Rushdie, como exponente indio del realismo mágico, es un ejercicio inconducente y banal, casi una mera constatación de la novedad que Cien años de soledad implicó en su momento. Pero leer Los hijos de la medianoche como heredera de Cien años de soledad en el asunto de la distorsión histórica es comprender desde un nuevo ángulo los mejores hallazgos de la novela. Cuando el narrador Saleem Sinai se equivoca en la fecha de la muerte de Gandhi, pero deja la equivocación como está, hace algo mucho más interesante que cuando es capaz de comunicarse telepáticamente con algún amigo, lo cual no dista mucho de ser una prestidigitación de cocina. Y quien dice Salman Rushdie puede decir Peter Carey, australiano, u Orhan Pamuk, turco. Se trata de autores que leí casi hipnotizado mientras escribía mi novela sobre Conrad y el siglo xix colombiano, y que tienen en común la desfachatez con que desbaratan la historia de sus países para reconstruirla transformada. Reconstruirla, como diría Vargas Llosa, con un “elemento añadido”. Para un novelista, los autores más importantes son los que le permiten hacer cosas que hasta ese momento hubiera creído prohibidas. Yo puedo decir que la redacción de mi novela fue menos difícil a partir del momento en que leí cierta declaración de Pamuk: “El reto de la novela histórica no es producir una imitación perfecta del pasado, sino relatar la historia con algo nuevo, enriquecerla y cambiarla con la imaginación y la sensualidad de la experiencia personal.” Ya lo ven ustedes: en cuestión de cuatro líneas, Pamuk se ha cargado el afán de verosimilitud de la historiografía novelada y ha pronunciado un verbo maldito: cambiar. Cambiar la historia: ¿no se habrá pasado de la raya? No lo creo: si se nos dice que toda historia es ficción, los novelistas entendemos que la única forma de revelar el pasado es tratarlo como un producto narrativo, susceptible por lo tanto de ser recontado de cualquier forma. Mi Historia secreta de Costaguana cuenta la historia colombiana en clave de parodia o de farsa, y eso sólo pude hacerlo después de leer novelas como Illywhacker, de Carey, y Me llamo Rojo, de Pamuk. Lo que quiero decir, en el fondo y ya despegándonos por un instante de Cien años de soledad, es que allá fuera hay otras novelas históricas, novelas que son históricas de otra manera. “Un nuevo tipo de novela histórica es posible”, dice Antonia Byatt. Estas notas son una invitación a su búsqueda. ~

La crítica

Según el Manual de redacción del periódico El Tiempo, “consiste en un comentario sobre una obra literaria, artística, musical, teatral, cinematográfica, folclórica, un programa de televisión, etc”.

El objetivo es orientar al lector sobre la calidad e interés. La idea es valorar una obra, con argumentos. Criticar es ofrecer un juicio acerca de si algo es bueno, malo, mediocre y explicar por qué.

En el diccionario de la Real Academia Española se define la crítica como “el arte de juzgar de la bondad, verdad y belleza de las cosas”, y en la Enciclopedia Británica como “la técnica de juzgar las cualidades y valores de un objeto artístico, tanto en materia de literatura como de bellas artes”. Ambas se encuentran en la línea donde se encuadra dentro del periodismo, y que coincide con su origen etimológico, del griego kriticós, que significa “que juzga”.

Este género permite la expresión de las opiniones fundamentadas, pero se debe ser cuidadoso a la hora de emitir un juicio. Cabe la opinión, pero esta debe estar desprovista del componente pasional y de los intereses económicos, culturales, particulares, etc.

En la crítica de arte se utiliza un lenguaje persuasivo, y es que se trata de un género de opinión explícitamente argumentativo. Tiene la intencionalidad, pues trata de convencer al lector con una determinada valoración de la obra, y para ello tiene que razonar sus valoraciones -que no pueden ser gratuitas-, sin incluir elogios inmerecidos que puedan asemejarse a trabajos propagandísticos que no aguantan en pie desde que los contradice la primera crítica responsable. La crítica de arte debe tener una argumentación inspirada en el convencimiento personal de quien firma, y nunca en criterios publicitarios o ideológicos. Lo importante es la exposición argumentada del texto sin prescindir de los juicios de valor, y con una función formativa. La crítica periodística pretende encauzar culturalmente al lector como objetivo principal, aunque también debe servirle como fuente de conocimiento de la obra juzgada (Gutiérrez, 1984, p. 219).

La crítica ofrece mayores posibilidades de estilo, una mayor libertad creativa, aunque se debe procurar que los datos que se incluyan, sean esenciales para el lector.

En ella se debe incluir un análisis de forma y fondo. Se deben incluir datos de la historia para contextualizar al lector, pero no se debe revelar la trama o argumento.

Bibliografía
Gutiérrez Palacio, Juan (1984). Periodismo de opinión. Madrid: Paraninfo
Manual de redacción El Tiempo. Casa editorial El Tiempo. 1995

La guerra desde el aire

Por: ARMANDO NEIRA

Allá, mucho más allá de la profunda oscuridad y del aguacero, allá entre la maleza húmeda y fría, el soldado Jaír Papamija Anacona se está muriendo. A sus 22 años de edad se va de este mundo con su uniforme hecho jirones, con su brazo derecho destrozado, el rostro herido por las esquirlas y sin siquiera oír sus propios gritos de dolor. Papamija está en medio de la sordera absoluta que le quedó al explotar una mina antipersona que colgaba de un arbusto, como un fruto sangriento listo para una cosecha horrible.
Los pilotos de los dos helicópteros Black Hawk de la Fuerza Aérea Colombiana que quieren rescatarlo no saben cómo se llama ni lo han visto jamás. Pero van presurosos como si se tratara del ser más amado de sus vidas. Vuelan a 150 nudos, unos 270 kilómetros por hora, pero reina una sensación de inmovilidad, pues la oscuridad y la lluvia hacen imposible ver un punto de referencia. La cabina es como una habitación negra en la que todo se hace a tientas. Sin embargo, los pilotos divisan los detalles del suelo con sus visores nocturnos: allá se ve una cúspide, allá el otro helicóptero, en el fondo del valle el río con sus monumentales piedras y, sobre todo, las luces que salen de entre la montaña: es el fuego del ataque guerrillero.—"Yo entro caliente por la derecha".
Un oficial comunica desde la otra nave que va a disparar por ese sector para repeler el fuego. El cruce de disparos suena como el maíz pira cuando está reventando. Las naves cruzan intactas esta primera línea de fuego, pero los pilotos advierten que será difícil atravesar las tormentas. Es más, es imposible. Alguien ordena regresar y en el rostro de todos se dibuja la preocupación. Ellos saben que Papamija se está muriendo allá en la distancia, a las once de la noche de este tormentoso jueves primero de febrero.
El vuelo de regreso a casa tarda 30 minutos. Pero parecieron una eternidad. La frustración de no haber podido cumplir la misión pesa demasiado. Las naves aterrizan en el Comando Aéreo de Combate Número 5 (Cacom-5) en la base aérea General Arturo Lema Posada de Rionegro, a 35 kilómetros de Medellín, Antioquia. Es medianoche, pero ninguno se va a descansar.
El equipo de pilotos acude, una vez más, a una reunión para planificar de nuevo el rescate. Aunque saben que solo podrán salir cuando las condiciones del tiempo se lo permitan, tal vez en la mañana, repiten una y otra vez los movimientos que van a realizar.
Parece una reunión de ejecutivos de una multinacional. Estudian factores de riesgo, analizan la competencia, consideran márgenes de ganancias. No les falta nada. Tienen libretas de apuntes, videobeam, mapas, transparencias. Todos tienen voz y voto aunque el oficial de más alto rango dice la última palabra. Cualquier empresa envidiaría el profesionalismo que despliegan. De eso dan testimonio el control de calidad ISO 9001 y el de gestión ambiental ISO 14001 que ostenta esta base, con orgullo, en un caso excepcional en América Latina.Las bases de entrenamiento en Estados Unidos y en Europa pueden tener estas acreditaciones. Pero allá los días son apacibles. Los pilotos no están sometidos a las incertidumbres de la guerra.
De no ser por esta, la base sería un paraíso. Aquí hay mucho más que un moderno hangar en donde reposa una flotilla de Black Hawk. Cada nave pesa 22.000 libras y vale 20 millones de dólares. ¿Qué compañía en el país maneja a diario una herramienta material que cueste tanto? Desde el aire parece un exclusivo barrio de recreo habitado por personas felices y sin problemas. Está junto al Aeropuerto Internacional de Rionegro, que sirve a Medellín. Paralela a la pista principal hay unas magníficas canchas de fútbol que parecen mesas de billar.
Al lado de ellas hay un campo de golf. En sus lagos nadan patos blancos, y sus colinas y jardines están enmarcados por una avenida circunvalar impecable. Adentro está el conjunto de casas, jardines infantiles, escuelas, auditorio, un gimnasio bien dotado y soleados cafés en donde los clientes acuden a refrescarse en los atardeceres rojizos.
A las cinco en punto de la tarde de aquel primero de febrero en una zona inhóspita del municipio de Nariño, al suroriente del departamento de Antioquia, el soldado Papamija guiaba a una experimentada columna antiguerrillera. Entre tanto, en su base, los pilotos debatían la película Fuimos héroes, sobre la guerra de Vietnam, que acababan de ver en su teatro. Como si se tratara de un cine club universitario, 500 personas —entre militares y civiles— de la base asistieron a la función y luego analizaron la forma como eran usados los helicópteros en ese conflicto.
En la distancia se escuchaba la algarabía de los niños en un parque. Y más allá, en el portal de su casa, Beatriz Eugenia Zapata Buitrago sostenía en su regazo a su bebé María Paz. Ella tiene apenas 30 años. Su niña año y medio. Son la viuda y la hija huérfana del mayor Néstor Hernando Osorio Osuna, quien el pasado 21 de noviembre salió de este espléndido escenario. Mientras iba hacia los hangares se saludaba con los 'vecinos' de ese 'barrio' donde todos se conocen. Pero nunca regresó de su vuelo. Murió a los 35 años.
No es el único caso. Varias casas de este lugar son habitadas por mujeres de mirada triste, casi todas profesionales, y madres de una, dos o tres criaturas. Son jóvenes, bonitas, inteligentes y viudas. "No sé qué será de mi vida", dice Beatriz Eugenia, mientras mira la bandera que le entregaron cuando le dijeron que su esposo era un héroe porque había caído en defensa del país.
Ella anhela un pronto fin del conflicto pero —como casi todas las esposas de los pilotos y ellos mismos— no cree que para eso el único camino sea la vía armada. Piensa que debe haber desarrollo y educación, sobre todo en las regiones más olvidadas.
Eso lo sabe bien el joven soldado Papamija. Cuando nació el 24 de noviembre de 1984 en San Sebastián, Cauca, en el sur de Colombia, una zona de montañas y vientos melancólicos, ya patrullaban a diario columnas de hombres armados. Eran muy pobres, pero sus padres, Luis Ángel Papamija e Ismaelina Anacona, los criaron sanos a él y a sus cinco hermanos. Su papá era un hombre silencioso que trabajaba en el campo de sol a sol y a quien jamás se le conoció una mala amistad. Una tarde los niños Papamija estaban en el patio cuando irrumpieron tres hombres armados. Les dijeron que no chillaran más porque no venían por ellos sino por su papá, porque no quería "hacer caso". Los intrusos se ocultaron a la entrada de la casa. El padre, inocente, bajó con un bulto de cebolla recién recogida a sus espaldas. Entró y le dispararon. Uno, dos, tres… 25 disparos. "Ahora todo mundo va a coger escarmiento", sentenciaron.
Nadie les dio respuestas de quién les mató al papá. Se rumoraba que había sido la guerrilla o tal vez los paramilitares. Pero el motivo era seguro: que no se había dejado quitar a uno de sus hijos para irse a pelear con ellos monte adentro. De cualquier manera, Jaír no pudo continuar sus estudios. Se quedó en tercero de primaria y le tocó dedicarse de tiempo completo al trabajo.
Cuando creció se presentó al Ejército. Al principio no lo veía como una profesión sino como una forma de saber quién mató a su papá. Nunca pudo, pero en el camino, se acomodó en las filas. Y cuando terminó el servicio se convirtió en soldado profesional. Desde entonces —en dos años regulares y dos de profesional— ha recorrido a pie buena parte del territorio nacional.
En las selvas caqueteñas, en los platanales de Urabá, al pie del oleoducto en Caño Limón y, ahora aquí, cuando va adelante del Batallón de Contraguerrilla 93 de la Brigada Móvil número 14. Lleva, como todos, varios días cargando los 60 kilos de peso de la cobija, el otro uniforme, la cantimplora, el fusil, la munición, los elementos de aseo. Van abriendo trocha buscando un campamento guerrillero, pero casi no avanzan, abrumados por la maleza se va cerrando y por la lluvia que lo empapa todo.
A las cinco de la tarde de este primero de febrero, están en el límite del cansancio humano. Pero no pueden perder la cautela, porque desde hace tres años cada vez son menos los combates cuerpo a cuerpo con la guerrilla y más las minas antipersona. Porque hoy en Colombia los soldados pelean contra un enemigo invisible que les vuela a pedazos el cuerpo. O de una vez la vida entera.
El soldado Papamija mira el suelo para no pisar una mina, pero al abrirse paso con su mano derecha una explota en la rama. El eco del estruendo por un instante apaga el sonido de la lluvia triste en esta zona rural del municipio de Nariño.
Allá en esas montañas se vive el infierno aunque parece el paraíso. Conocido como 'Balcón Verde de Antioquia', Nariño está situado en el estribo de la cordillera Central. Allí hay una envidiable riqueza hidrográfica y aurífera, y la variedad de flora y fauna alimenta un turismo constante atraído también por las playas que bordean el río Samaná. Además, abundan las saludables aguas termales. Pero esta descripción de postal no cuenta para ese grupo de soldados atrapado entre la manigua. Uno de sus hombres está a punto de morir desangrado.
El capitán ordena a dos soldados acercarse a Papamija mientras él los cubre de la inminente ráfaga del enemigo. No se equivoca. En cuestión de segundos la guerrilla —tal vez las Farc, dijeron los informes de inteligencia— abre fuego.
Todos al suelo. Los soldados logran rechazar momentáneamente a la guerrilla y pedir auxilio. El mensaje llega a un ambiente muy diferente, la plácida base de Cacom—5. El mayor Ricardo Torres reacciona como un resorte. Corre hacia los hangares de los Black Hawk. Se asegura de que todo esté funcionando. Un grupo de hombres da los últimos toques a la nave y todos se reúnen en la sala. Nada queda al azar. "Si a mi mayor lo tocan yo entro caliente por la derecha", le dice uno de los artilleros. Es la estrategia para protegerse del fuego.
Para esta acción se requieren dos UH—60. Un Halcón sirve para el transporte. Allí van los implementos quirúrgicos para atender al paciente en pleno vuelo. La otra nave, también un Black Hawk UH—60, es un Arpía dotado de ametralladoras, lanzacohetes y balas que escoltará al Halcón. Los guerrilleros le dicen la 'Bruja' porque merodean en las noches, nadie los ve, y de un momento a otro aparecen como la muerte. Uno de los detalles desconocidos en la guerra colombiana es que el 60 por ciento de las operaciones se realizan de noche. A pesar de que los riesgos son mayores, el factor sorpresa es determinante en las batallas.
En esta ocasión hay un problema insalvable. Las condiciones del tiempo. Es imposible volar así. Sin embargo, la adrenalina de los pilotos ya está en ebullición y dicen al unísono: "Vamos, vamos que podemos entrar". Pasaron las horas y tuvieron que regresar con el enorme peso de la frustración de no haber podido cumplir la misión. A la una de la mañana del viernes 2 de febrero, después de volver a repetir el libreto, los pilotos se despiden. El mayor Torres se va a ver a su esposa y a sus dos hijas. Los demás hacen lo mismo.
En el centro de comando, una sala especial a la que tiene acceso exclusivamente un puñado de oficiales —para entrar hay una pantalla que reconoce la huella de no más de diez personas autorizadas— miran los satélites y se comunican con todos los pilotos de los Black Hawk que a esa misma hora vuelan en los cielos de cualquier lugar de Colombia. En esta sala restringida, llamada C3I2 (Comando, Control, Comunicaciones, Inteligencia, Informática), están concentrados los últimos avances en tecnología y comunicaciones de la FAC.
Afuera pasan las horas y solo se oyen los grillos. A las cuatro de la mañana suenan los primeros pasos y los saludos de los pilotos que acuden presurosos. Van hacia los hangares mientras sus familias duermen en esas casas de fantasía.
Allá, muy lejos, Papamija siente que se muere. La sangre le huele a cebolla. Cree que se va a ir de este mundo como su padre. El capitán, que ya le practicó los primeros auxilios, le dice que no se preocupe, que estará bien. Tiene el brazo amarrado con trapos y parece estabilizado, aunque todos saben que puede tener una infección muy grave. Es que los guerrilleros ahora untan materias fecales y ácidos a las minas antipersona.
Junto a Papamija está también lívido y atontado el soldado Yaír Alberto Otálvaro, de 22 años. Era el guía de turno para sacarlos del fuego enemigo y también tocó una mina que lo dejó sordo aunque sin heridas mayores. Tiene los tímpanos reventados, igual que la perra Sacha, su compañera de mil batallas que ahora aúlla adolorida. Los dos soldados heridos y el animal pasarán la noche en medio de la lluvia y el frío. Al amanecer es obvio que los helicópteros no podrán entrar. Solo a media mañana las nubes comienzan a despejarse. Por fin el Halcón salió escoltado por el Arpía. Abajo se ven las espléndidas haciendas y casas de recreo de Llanogrande. Y en la distancia el páramo de Sonsón. Las naves vuelan paralelas a esta topografía montañosa, a unos 2.900 metros sobre el nivel del mar.
A lado y lado, se ven las cuchillas de Chamuscado, Norí, La Salada, San Lorenzo, Santa Rosa, La Vieja, Las Palomas, Capiro, La Delgadita, Los Altos del Caño, El Pañuelo y La Osa; todo el relieve espléndido de la cordillera Central. Abajo, los ríos que serpentean. Una tierra inmensa pero también un escenario sin igual para que los guerrilleros se escondan en ella durante décadas. Solo se sabe que están allí cuando se oye el estruendo de los disparos.
Ninguna nave fue impactada, dicen los pilotos. De pronto ordenan agarrarse con fuerza porque van a entrar en caída libre. El vacío parece de montaña rusa, solo que no es divertido. En un breve claro de la montaña aparecen los rostros angustiados de la guerra. Los compañeros del soldado Papamija han encendido una señal de humo luego de abrirse un espacio a punta de machete. Está en una camilla improvisada con palos de guadua que cargan con ellos.
Pero el claro no es amplio y la nave solo puede posar su parte delantera mientras las aspas siguen girando. Desde arriba el Arpía le responde el fuego a la guerrilla. El Halcón está en un equilibrio de colibrí, y cuando uno de los siete tripulantes abre la puerta, entra un olor penetrante de sangre, barro y sudor. "Es el olor de patria", dice el mayor Torres. Suben la camilla con Papamija, Sacha salta por su cuenta y Otálvaro, con su fusil y el de su compañero, sube con ayuda de los demás.
La nave se levanta y en el acto comienza el trabajo quirúrgico. Es una lucha contra el tiempo que muchas veces se pierde. Los pilotos ya no recuerdan cuántos soldados han visto morir en su nave. Otras veces sus gritos que se pierden bajo el ruido de la nave: "¡Dios mío!, ¿Dónde están mis piernas? ¿Dónde están?".
Papamija se ve fuerte porque sabe que volverá a caminar aunque su brazo no volverá a ser igual. Recibe atención mientras Otálvaro y Sacha permanecen inmóviles, con la mirada perdida. La presión del trabajo de los enfermeros se ve en sus frentes bañadas en sudor. Atrás queda la batalla. Ahora rumbo al aeropuerto Olaya Herrera de Medellín.
En la nave van tripulantes de Tolima, Valle, Cundinamarca. Los soldados son de Cauca y Valle. Todos reunidos por la guerra. Los tripulantes ni siquiera saben cómo se llaman los heridos. Solo importa salvarles la vida. Y todo, en esta ocasión, sale bien. Los dos soldados sienten que vuelven a nacer mientras los pilotos se abrazan y se hacen la señal de la victoria. Entonces les hablan. Les dicen que se van a poner bien y les preguntan su nombre, de dónde son, si tienen novia...
En Medellín hay un cielo primaveral que invita a sonreír. Los ciudadanos siguen su rutina como si nada. A esa misma hora, el helicóptero comienza a descender y en la base de Cacom-5, las esposas están con el radio encendido con la esperanza de que sus maridos nunca sean los protagonistas de una noticia fatal. Ellas saben que les puede ocurrir pero se aferran a las risas de sus niños que a esa hora disfrutan de su paraíso. En la distancia se escucha, suave, el ronroneo de los helicópteros.

lunes, 24 de agosto de 2009

La crónica

La crónica[1]
Por: Andrés Puerta

En su Curso de redacción, Gonzalo Martín Vivaldi define a la crónica como “una información interpretativa y valorativa de los hechos noticiosos”. Alex Grijelmo en El estilo del periodista dice que es la información combinada con la “visión personal del autor”. El Manual de redacción de El Tiempo afirma que “la crónica desarrolla un aspecto secundario o de color de un acontecimiento que generalmente ya ha sido objeto de tratamiento noticioso”. Cómo hacer periodismo, de Editorial Aguilar plantea que la crónica “tiene la misión primordial de informar sobre hechos noticiosos de actualidad, diferencia “es que el cronista narra con tal nivel de detalles que los lectores pueden imaginar y reconstruir en su mente lo que sucedió”.

La crónica es uno de los géneros más ricos, más elaborados, que más relación tiene con la literatura. Que requiere más cuidado. En la crónica, como en el cuento, se pueden aplicar las palabras de Julio Cortázar y comparar la relación con el lector con un combate de boxeo en el que hay que ganar por knockout, desde el principio, sin darle tregua. Con un titular, que sea “resumen y expresión exacta” del suceso, como decía Eduardo Cano, o como los que describía Álvaro Cepeda Samudio (1977) en su texto Viendo Titulares:

Como las mujeres, los titulares forman un mundo polifacético que expresa su emoción de muchas y muy variadas maneras. Los hay, como las colegialas tímidas, que apenas asoman el cuerpo de la noticia por entre los pliegues espesos de los tipos rectilíneos y enlutados; detrás de un titular quinceañero puede esconderse una gran noticia y puede estar sobre una solemne majadería; todo depende de la perspicacia del hacedor de titulares.

Otros son tan coquetos, incitantes y llenos de esquiveces como cualquiera de las más cotizadas vampiresas del alto mundo. Empinado sobre un tipo de grandes proporciones nos llama la atención, exactamente como la vampiresa cuando pasea por los vestíbulos lujosos su enorme escote, pero al seguir viéndolos descubrimos que en la segunda línea se achica, se pierde en arabescos tipográficos, pero cuando ya lo vamos a abandonar nos hace un guiño incitante, que nos obliga a adentrarnos en la lectura de la noticia. (Cepeda, 1977, p. 59).

También debe tener un principio que invite a la lectura, que se meta en la conciencia del lector, que lo obligue a no pararse. Un principio contundente, corto, pero sustancioso, que resuma en pocas palabras la historia que va a contar, pero que guarde información, que se reserve detalles que más adelante alimentarán la hoguera de la curiosidad del lector. Principios como los de la escuela norteamericana, o como los de una escuela latinoamericana, encabezada por Juan Villoro, Martín Caparrós, Alberto Salcedo y por uno de sus mejores exponentes: Julio Villanueva Chang. Principios como ese de su texto Por amor al chancho: “La vida le ha pagado con la moneda del desprecio: acaba de cumplir veinticinco años vendiendo alcancías en la calle, y no ha ahorrado un solo centavo” (Villanueva, 1999, p.167).

La crónica debe tener un cuerpo que contenga información en cada párrafo para mejorar el ritmo, que mantenga la atención del lector, con una estructura que no decaiga.

Debe usar la anécdota, esos detalles que enriquecen, que hacen más amena la lectura, que ayudan a producir sensaciones en el lector. Anécdotas como las que usan los grandes maestros del periodismo Caribe, como Juan Gossaín (2003), en La Semana Santa de Santo Tomás
Aparece una comparsa a cuya cabeza desfila un helicóptero hecho con trapos, pedazos de cartón y alambre. En el fuselaje, con grandes letras burdas, tiene una leyenda: Fuerza Ambrienta de Colombia, FAC:

Pienso, para mi propio mal, y le digo al capitán del helicóptero, a gritos:
-¡Hambre se escribe con ‘h’!
Él me mira con lástima y se ríe. Me responde a gritos:
-Lo que pasa es que teníamos tanta hambre que nos comimos la ‘h’.
Y quedo como un pendejo, callado en medio de su risotada, porque nadie me manda a meterme en lo que no me importa. (Gossaín 2003, p. 97).

El último elemento de la crónica debe ser con un final que sea contundente, que dé la idea de que la historia ha tenido un desarrollo circular, que no se dejó ningún detalle suelto, que se respondieron todas las preguntas.

Características de la crónica

La denominación de crónica se origina en el vocablo latino Chronicus, que significa aquello que sigue el orden del tiempo. En sus inicios se suponía que lo que se hacía en la crónica era registrar la sucesión temporal de los hechos. Durante años, en esta forma de escritura predominó la narración lineal. Ahora se mantiene el nombre de crónica, pero ya no se tiene la exigencia de una escritura lineal en el tiempo, aunque sí se debe mantener un registro de ese tiempo que transcurre. Se puede empezar una historia con un acontecimiento que sucedió al final, o en la mitad. Eso sí, al lector debe quedarle claro cuál de las acciones ocurrió primero.

Antonio Castro Leal (1946), en el prólogo a Cuentos vividos y crónicas soñadas determina algunas de las características de la crónica

La crónica imponía como condiciones fundamentales que se dejara leer fácilmente y que atrajera e interesara al lector. Para dejarse leer fácilmente debía de estar escrita en una prosa fluida, ágil, sin comienzo ni dificultades para el lector; para atraer e interesar, tenía que tratar temas de actualidad, ofreciendo, sin bombo ni ruido, nuevos puntos de vista, reflexiones originales (…) agregándole su imaginación incitada, la dosis de poesía o de humorismo o de filosofía que era necesaria. (1971, p. IX).

La crónica es una zona de tránsito libre, en la que confluyen distintas disciplinas es narrativa, descriptiva y opinitaiva. Además hay una búsqueda del rostro de la noticia que nos introduce Tomás Eloy Martínez y que es profundizado por Manuel Gutiérrez Nájera (1943) en Obras inéditas: Crónicas de Puck:

La crónica propone una épica con el hombre como protagonista, narrado a través de un yo colectivo que procura expresar la vida entera, a través de un sistema de representación capaz de relacionar las distintas formas de existencia, explorando e incorporando al máximo las técnicas de escritura. (Gutiérrez, 1943, p. 62).

En la crónica hay una necesidad de buscar unos protagonistas diferentes de la historia, ya busca enaltecer a los políticos y a los letrados, ya se procura que los actores principales sean gente del pueblo. La crónica representa la realidad y la realidad está plagada estos nuevos protagonistas, por eso es un género que se convierte en una manera de de expresar la vida misma, a través de distintas maneras de narrar. Esta versatilidad que permite la crónica es analizada por la teórica Susana Rotcker (2005) en su texto La invención de la crónica.

La crónica se concentra en detalles menores de la vida cotidiana, y en el modo de narrar. Se permite originalidades que violentan las reglas de juego del periodismo, como la irrupción de lo subjetivo. Las crónicas no respetan el orden cronológico, la credibilidad, la estructura narrativa característica de las noticias ni la función de dar respuesta a las seis preguntas. (Rotcker, 2005, p. 226).

Es claro que la crónica se preocupa por encontrar la poética de la realidad, por contar detalles de la vida cotidiana o la existencia de personajes con una tendencia al anonimato.

Para un gran cronista como José Martí (LXXIII) las crónicas deben:

Hacer llorar, sollozar, increpar, castigar, crujir la lengua, domada por el pensamiento, como una silla cuando la monta un jinete; eso entiendo yo por escribir.-No tocar una cuerda, sino todas las cuerdas.-No sobresalir en la pintura de una emoción, sino en el arte de despertarlas todas. (pp.133-134).

A pesar de sus libertades y de ser una zona en una especie de puerto en el que no se cobran aranceles, la crónica se debe a la realidad, a una representación de la realidad, en la que es necesario un retrato fiel; pero también tiene en cuenta el compromiso con la forma y por eso se deben tener en cuenta elementos como la necesidad de mantener un ritmo. Castro Caycedo agrega algunos detalles que hacen parte de esos relatos de buen periodismo

Mientras se pueda ir al sitio y vivirlo lo más intensamente que se pueda, hay que tratar de hacerlo… El retrato se hace más desarrollando los caracteres psicológicos del personaje que haciendo descripciones que hablan de blondas cabelleras, profundos ojos azules. La descripción física no importa tanto como las cosas que la persona saca de adentro, las cosas de su personalidad. (Castro, 1999, p. 6).

Información en cada párrafo, colores, sabores, olores para acercarse a la realidad. Visitar el sitio en el que ocurrieron los hechos y, además de la descripción física, meterse en la psicología de los personajes.

Función de la crónica

Dentro de la gama de géneros periodísticos, la crónica cumple la función de narrar, y este hecho es su objetivo. La crónica exige, por naturaleza, la imaginación e interpretación del periodista, ingrediente indispensable para encontrar el modo, la forma, la estructura más eficaz, más clara de hechos noticiosos, actuales o actualizados, donde se narra algo, al propio tiempo que se juzga. La crónica debe ser informativa-noticiosa-narrativa. La narración que tiene una crónica es el toque personal que le impone el cronista, quien da su apreciación personal, mas nunca tergiversa la realidad.

La noticia y la realidad son el hilo conductor de la crónica, tomando elementos de la literatura para la construcción de una historia, sus límites estilísticos convergen en no sobrepasar a la ficción. La claridad es obligatoria en la crónica periodística, porque es el toque final de ese producto noticioso. A pesar de estas restricciones la crónica ofrece una amplia gama de posibilidades.

Tomás Carrasquilla en uno de sus Discos cortos, publicado en El Bateo de Medellín, en 1922, plantea acerca de la crónica

Esa literatura de periodismo que llaman crónica, sin serlo, no es tan fácil de farfullar como parece. Prescriben los maestros en el arte que el tal escrito ha de ser corto al par que animado y decidor, prescriben que no ahonde en el asunto; que no se meta demasiado en gravedades ideológicas; que al concepto e idea no se le dé solemnidad; que la forma sea elegante sin ramplonería; que todo esté a los alcances del iletrado y al gusto del entendido. Total: una gentileza entre veras y chanzas.

En verdad que esos preceptos son harto hermosos. Bastara su hermosura el prescribir, por su espíritu, la pedantería hórrida, la erudición pesetera y las retóricas de escuela; bastara el proclamar, como proclama, la espontaneidad y sencillez, factores eficaces del arte.
Sólo que al ajustarse a este norma de verdadera selección apenas si le es dado a uno que otro mortal. En efecto, hacer en pocas líneas algo significativo y alto; elaborar como en el aire por las solas inspiraciones del buen gusto y de la discreción es labor para ingenios peregrinos. (Carrasquilla, 1922, p.158).

Carrasquilla es consciente de lo difícil que es hacer una buena crónica y menciona una cantidad de condiciones que deben cumplirse, además llega a elementos esenciales de la crónica, es necesaria la investigación, pero no es suficiente. Hace falta, además, la sensibilidad.

[1] La crónica nació en Colombia con la llegada de los llamados Cronistas de Indias, normalmente sacerdotes que venían a catolizar a los nativos y que registraban lo que veían en el Nuevo Mundo. Pero la crónica tiene un origen más remoto, algunos teóricos lo ubican en la Biblia, pero hay otros que lo sitúan en el origen de las civilizaciones.

martes, 18 de agosto de 2009

La víctima del paseo

Alberto Salcedo Ramos

Tomé el taxi en el centro, a las nueve de la noche.

Una excesiva confianza, sin duda un lastre de mi formación rural, ajena a las paranoias, no me permitió ver aquello como una imprudencia.

Cuando le di el nombre del barrio al cual debía conducirme, el tipo me preguntó por dónde nos íbamos y yo le indiqué que por la carrera 30.

—¿Por dónde quiere que cojamos la 30? —inquirió entonces, con un tono amable.

Le contesté que por la calle 26, y no me incomodó que hablara sin mirarme, ni que su carro estuviera tan destartalado.

Mientras escribo, pienso que abordar un taxi de noche —o inclusive de día— en cualquier calle bogotana, nos convierte en jugadores de ruleta rusa: sólo nos queda el recurso defensivo de esperar, a veces con ingenuidad, a veces con soberbia, que no nos toque a nosotros, precisamente a nosotros, el tiro fatal. Algo similar deben de pensar los muchos taxistas decentes y honrados que todavía quedan, quienes también arriesgan su vida, sin más armadura que la necesidad de conseguir el pan y una estampita de la Virgen.

Nada de eso pasó por mi mente mientras avanzaba el viejo carro. El conductor sólo abría la boca para preguntar cosas puntuales relacionadas con la ruta: “¿A la izquierda o a la derecha?”.
Cuando le respondía, lanzaba frases como “muy bien, señor”, o “estamos para servirle”.

A seis cuadras de la casa, en una calle estrecha en la que habita un militar, el tipo me soltó una pregunta extrañísima, pero ni siquiera eso activó mis precarias alarmas.

—Entonces qué: ¿me devuelvo?

—No, siga derecho.

—Ah, yo pensé que tenía que devolverme.

Esta última frase fue aun más rara y sólo ahora percibo que fue pronunciada con ansiedad.
Siempre había visto severamente custodiada la calle en la que reside el militar. Pero esta vez estaba vacía. Al final de la cuadra, frente a un solar oscuro con pretensiones de parque, hay un reductor de velocidad, de esos que en Colombia llamamos policías acostados. Allí se detuvo el conductor, simulando que el carro se le había apagado. En ese instante vi con nitidez lo que se avecinaba. Pero ya era tarde. Dos hombres corpulentos se abalanzaron sobre las puertas traseras del carro y antes de que pudiera reponerme de la sorpresa, estaban adentro.

Golpes de pecho

Lo primero que hizo el que se acomodó a mi izquierda fue pegarme un bofetón, que todavía me arde, en el centro de la cara. El otro me sujetó las manos y me ordenó que me escurriera en el asiento. El taxista volteó el rostro hacia mí por primera vez y lo que vi me pareció grosero: el hombre mascaba chicle con un desenfado que ni siquiera era teatral, calculado para intimidar, sino absolutamente espontáneo.

Espontáneo fue también el grito que solté, un quejido ruidoso que exacerbó a mi vecino de la izquierda. Con un nuevo pescozón que hizo saltar mis lentes por el aire, me indicó cómo quería que me comportara a partir de ese momento: nada de bulla delatora, nada de dármelas de avispado llorando fuerte para que me oyeran. Pero mi llanto no tenía que ver con estratagemas sino con pavor físico, y por eso no había manera de controlarlo. Ni siquiera con la pedagogía brutal de las bofetadas. El sujeto de la derecha, más rollizo que los otros, aplastó su mano áspera en mi boca y me dijo que ya estaba bueno de niñerías. Si seguía llorando, me advirtió, no me iban a dar más golpes sino que se verían obligados a matarme.

—Bueno, hijueputa —intervino el más rudo—: ahora quiero que cierre los ojos y como los abra, se muere.

—Es que estas gonorreas —dijo el gordo, con un tono de odio visceral— se meten a sapos y ni para eso sirven.

—Ni para eso sirven —repitió el chofer, como si estuviera aprobando la frase más genial que hubiera escuchado en su vida.

Comprendo muy bien lo que quisieron decirme al llamarme sapo: yo no sólo había desafiado su imperio al tomar un taxi en la calle un viernes por la noche, sino que además lo había hecho de la manera más ostentosa posible. Iba ataviado con una chaqueta de cuero que cualquier modisto de la alta costura habría descalificado de tajo, pero que ante los ojos de ellos debió de prestarme el semblante del heredero de un magnate que se hubiera extraviado de su escolta.

De nada habría valido explicarles que esa chaqueta la compré en promoción, que el reloj, como todos los relojes que he tenido en la vida, me lo regalaron y que yo no fabrico teléfonos celulares sino que tan sólo utilizaba el que tenía como herramienta de trabajo. Otra cosa era el bolígrafo, un mont blanc lustroso que, aunque también recibí como obsequio, me hacía ver, no sin razón, como alguien que se exhibe cruelmente, con sus chucherías inútiles pero caras, frente a una galería de seres humillados.

La culpa, pues, era mía. ¿Acaso creía que podía engañarlos atribuyéndome el síndrome de la pobre viejecita? Lo único que importaba era que yo estaba allí, en aquel taxi ruinoso, con una pinta de animal presumido que no respeta las leyes de la selva. Si no era rico sino apenas un remedo de rico, peor para mí, no para ellos. De malas si me metí a sapo y ni siquiera para eso sirvo, porque, según se deduce de su amargo reproche, un sapo que se considere debería tener por lo menos una pistola para defender su sapería, en vez de llorar como señorita.

Entendámonos: es un atraco

Antes de notificarme que se trataba de un atraco, indagaron por mi nombre y mi profesión. El taxista recibió la información con una exclamación triunfal.

—¡Esos periodistas ganan plata!

El gordo me preguntó a continuación si tenía cuenta de ahorros y, cuando le dije que sí, me indicó que si les daba la clave y me portaba bien, no me pasaría nada malo. El vecino de la izquierda al parecer juzgó inconveniente el tono consolador de la advertencia de su amigo:

—¡Cómo que no le pasa nada malo! —tronó, salpicándome la cara con su tufo de aguardiente—. ¡Este hijueputa se muere! ¡Yo mismo lo mato ya si no me colabora!

Les dije que si la única razón para matarme era que no les colaborara, podían estar tranquilos. Gemí, mencioné a Dios, invoqué a mis hijos, y en las tinieblas me sorprendió que aquella voz, mi propia voz, no sonara tan débil, como si saliera de una boca menos asustada que la mía, que a última hora intentara salvarme ordenando los destrozos de mis argumentos sentimentales y expulsándolos a borbotones.

La exclamación infame que soltó el chofer después de mi alegato, me recordó que ninguno de ellos estaba en el plan de conmoverse: “¡Bingooo: tiene hijos!”.

—¿Y cómo se llaman? —preguntó el de la derecha.

—¿Qué?

—Sus hijos. ¿No acaba de decir que tiene hijos?

Dije sin titubeos los primeros nombres que se me ocurrieron.

—Uy, hermano —repuso el gordo—: a los niños a veces les pasan cosas muy malas. Sobre todo a las niñas. Por eso es bueno que los papitos no se metan a brutos.

Desde la izquierda del asiento partió un nuevo porrazo, que se estrelló contra mi cara. No tardé en descubrir el motivo.

—¡Cierre los ojos, hijueputa!

El vecino de la derecha también se impacientó y descargó un puñetazo sobre mi hombro.

—¿Qué le pasa, malparido? ¿Nos piensa sapear o qué? Como vuelva a abrir los ojos, se muere.

Mientras de un lado me levantaban de la silla para sacarme la billetera, del otro surgía una voz que averiguaba la dirección exacta de mi residencia. Cuando entregué la información, uno de ellos dijo: “okey, vamos a ver si apuntamos eso”.

—¿Y el teléfono? —preguntó el chofer.

Otra vez el dato solicitado. En seguida, la repetición silabeada del que aparentemente estaba anotando.

Después habló el gordo. Lo hizo en un tono reflexivo, íntimo, como si estuviera solo en el carro.
—Este man no tiene ni una prenda.

—¿No le gusta el orito? —preguntó el chofer.

Dije que no y además les imploré que fuéramos pronto al cajero, a ver si después me hacían el favor de soltarme con vida.

El tipo de la derecha escupió una respuesta compasiva, con una risita que, más que irónica, se me antojó didáctica.

—El man no quiere entender que está es atracado. ¡Venir a preguntarnos que por qué no hacemos las cosas cuándo él diga!

Manual del inerme

De pronto, el tipo de la izquierda me tomó por los hombros y me hundió desesperadamente en el asiento, al tiempo que se dirigía al chofer.

—¡Pilas, mijo, déle duro! ¡Déle más duro!

Cuatro manos jalaron mi chaqueta por el cuello, y con ella me cubrieron el rostro. Sentí que no me estaban tapando la cabeza sino que me la estaban tronchando. Me sentí ahogado, reducido. Sentí que ni la muerte misma podía ser peor que aquella asfixia que me oprimía el corazón. Y los tipos seguían tironeando la chaqueta. Sus voces sonaban angustiadas.

—¡Rápido, huevón!

—¡Como grite, se muere!

—¡Cuidado abre los ojos!

—Si se forma un tiroteo, la policía no va a sufrir. El primero que lleva del bulto es usted.

—¡Déle más rápido!

—¡Ya, hermano, ya, no acosen tanto! Ese taxi es de los nuestros.

—¿Está seguro?

—¿Ustedes no ven?

—Sí, sí, ese es El Indio.

—Y nosotros asustados casi ahogamos al pobre man.

—Vamos a aprovechar de una vez para bajarlo de la chaquetica y que respire.

Cuando finalmente me quitaron la chaqueta, volvió el aire. Lo aspiré con urgencia, con gratitud, y me dije que mientras contara con él, no resultaba tan malo estar vivo.

—Es que ahora hay mucho taxista sapo y uno tiene que estar pilas con ellos —anotó el gordo, asumiendo, una vez más, su tono de vocero intelectual del grupo—. Se creen que son la ley, esas hijueputas gonorreas.

El menos hablador de los tres, mi vecino de la izquierda, sacó entonces de su manga un as envenenado con el que yo no contaba.

—Bueno, amigo, vamos a ver si nos repite la dirección de su casa.

—¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! —exclamé aterrorizado.

—No nos interesa ir allá —ilustró el otro—. Esto lo hacemos es por si de pronto usted se tuerce y nos sapea con la policía.

—¿Que no vamos a ir? —terció el más violento—. Vamos allá y le damos plomo hasta al más hijueputa. Espere y verá.

Señalé que podían hacerme todo lo que quisieran, pero que por favor no se metieran con mi familia. Y añadí que estaba tan dispuesto a colaborarles que les había dado la dirección de mi casa.

—Sí, y nosotros la apuntamos —observó el chofer—. Pero queremos asegurarnos.

—Repítala, huevón —chilló el de la izquierda.

Como la dirección que les di en ese momento no coincidió con la que les había entregado antes, descargaron sobre mí su más variado repertorio de golpes.

—Ah, no, hermano —dijo el de la izquierda, irritado como siempre— este man nos está es faltoneando.

—A este hijueputa va a haber que matarlo es ya.

—Ah, ¡y encima de todo, la gonorrea me está mirando!

Utilizando alguno de sus dedos como daga, el hombre me mandó un zarpazo criminal. No atinó en el ojo abierto, como pretendía, pero me dejó un arañazo en la ceja izquierda. Y profirió la enésima amenaza con su aliento de alcohol destilado en las alcantarillas: “la próxima se lo saco, malparido”.

Lo más doloroso del paseo es ese montón de oscuridad que pesa sobre los ojos y nos hace sentir humillados. Al cerrarnos los ojos, el verdugo nos arrebata la posibilidad de calibrar sus intenciones, de intentar manipularlo. Con las glándulas disminuidas y los brazos maniatados, te tienen a su merced. Sólo te dejan un par de orejas que, como podrás imaginarte, no son un arma contra ellos sino contra ti mismo, porque en las tinieblas magnifican el horror de cada palabra que escuchas. Queda todavía la opción de tu propia palabra para defenderte. A veces el instinto hablará por ti. A veces lo hará el cerebro. En todo caso, nunca sobra aclarar que no te interesa identificar ni delatar a nadie, ni impedir que te roben, sino apenas seguir vivo. Si eres un fiambre convincente, es posible que cuando despegues los párpados por simple pánico, sólo te quede un feo rayón sobre la ceja y no un ojo descuajado.

El último recurso

Cuando volví a entregar la dirección y el teléfono, ya conocía la lección: tenía que grabarme los datos, para no equivocarme de nuevo.

El hombre de la izquierda se bajó del carro, para despacharse felizmente con mi tarjeta, en algún cajero electrónico. El gordo me advirtió que como intentara escapar, ahora que él se había quedado solo en la parte trasera del taxi, me volaría los sesos. Ni entonces, ni antes, ni después, percibí que estuvieran armados. De lo que sí estoy absolutamente seguro es de que no lo necesitaban.

Muy pronto se desvaneció el alivio que me produjo la marcha del más hostil. Cuando los otros dos empezaron a pasearme, vi con claridad que teniendo la tarjeta y la clave, mi vida ya no les importaría ni cinco. Si me dejaban vivo, pensé y lo dije en voz alta, sería un regalazo que Dios les iba a reconocer. Les pregunté que por qué, si el compañero ya se había bajado, seguían conmigo en el carro. “Por que no somos huevones”, respondió el taxista. Lloré, dije que me quería morir y que si me salvaba de ese trance, quizás terminaría ahorcándome. El taxista habló de nuevo:

—No, viejito, tampoco así. Ese es el problema de la gente como usted, que ni siquiera saben lo que es el maltrato y ya se están es quejando. Usted no ha visto nada, mijo.

—Nosotros somos ladrones, papá, no asesinos —dijo el gordo, con un tono de dignidad ofendida—. Aquí los únicos que se mueren son los que no colaboran, y usted se ha portado bien.

—Ya estamos terminando —observó el taxista—. No se meta a bruto a última hora y verá que no le pasa nada.

—Pero si ustedes dicen que estamos terminando, ¿para dónde me llevan?

—Ay, hermano, ¿se va a poner cansón?

—Tenemos que dejarlo en la puta mierda. ¿Qué tal llevarlo a un barrio con gente y que usted se nos rebote o empiece a gritar?

Creo que de no haberse bajado el energúmeno de la izquierda, el tono consolador de sus dos compinches, que me procuró un cierto descanso, no se habría presentado.

—¿Usted sabe por qué hacemos esto? —preguntó el chofer—. Porque hirieron a uno de los de la banda y necesitamos reunir tres millones de pesos esta misma noche.

—¡Somos una mano de desempleados! —dijo el otro.

Aquel fue el momento menos dramático de la velada. Pero también el de mayor cinismo.

Ese cinismo se hizo evidente cuando el gordo introdujo su mano en el bolsillo de mi camisa y me dijo que tomara esos 10 mil pesitos para que pagara el taxi de regreso hacia la casa. Le expresé el temor de que el próximo taxista me atracara también, y su respuesta, que intentaba ser tierna, se convirtió, sin que él se lo propusiera, en una joya legítima del humor negro.

—Noooooooo, cómo se le ocurre. ¡Nosotros le cogemos las placas a ese hijueputa!

Luego colocó un objeto frío sobre mi mano derecha.

—¿Qué es eso?

—Las gafas, huevón. ¿Ya se le olvidó hasta que usa lentes?

Aprovechando tanta camaradería, les supliqué que me dejaran la cajetilla de cigarrillos, en la que recordaba tener todavía tres unidades.

—Ah, no, ahí si no. Pierda siquiera una. Nosotros también fumamos.

Hoy debo decir con absoluta crudeza que no les deseo nada piadoso.

Pero en el momento en que me soltaron, en la carrera 30, hacia el sur de la ciudad, experimenté por ellos una intensa gratitud. Si no les di la mano y los invité a desayunar al otro día, fue porque me faltaron arrestos. Parado en aquella calle solitaria, infeliz y acalambrado, sabía muy bien que aún no era prudente cantar victoria. Lloré otra vez. No se me ocurrió mirar a la luna. Y pensé que en este país estamos tan jodidos que al final el único recurso que nos queda es darles las gracias a los canallas.

Esther Farfán. La primera

Pasó a la historia por ser la primera mujer que se desnudó en el cine colombiano. Por su belleza y por su atrevimiento, marcó una época como modelo y se convirtió en diva.

Por ALBERTO SALCEDO RAMOS

El que quiera verla desnuda debe ir a los archivos de los periódicos y revistas de los años 70. Porque hoy sólo está interesada en vestirse muy bien.

Para justificarse, dice que en su época de esplendor como modelo, Colombia era un país mojigato en el cual resultaba provocador quitarse la ropa, mientras que ahora, por obra y gracia del abuso, el recurso es inofensivo. Y así no le sirve.
Esther Farfán advierte, además, que a sus 56 años ella no se presta para que la retraten en actitud de quinceañera al lado de jovencitas que se mueren de la risa porque no tienen nada que arriesgar. Como hace bastante tiempo no posa, teme que la cámara, que tanto la amó en el pasado, la desconozca.Viéndola tan apacible en el sofá, con su pantalón negro que le queda holgado y su suéter gris de cuello alto, uno juraría que está esperando al sobrino preferido para celebrarle la primera comunión. El contraste con la foto que me muestra – su propia foto – no podría ser mayor: esta otra Esther Farfán, de jean apretado, tiene los senos al aire libre y parece un animal de monte a la expectativa.
Aún hoy su belleza es inquietante: su encendida piel morena amenaza con quemar todo lo que esté cerca. Y sus ojos, negros y hondos, te ahogan sin dolor. Frente a su cuerpo exuberante, que parece tallado en una fragua al rojo vivo, ningún aburrimiento tendría sentido, ningún suicidio sería respetable. Como si fuera poco, suelta frases divertidas y agudas.“Mi estilo”, dice, pasando los dedos por su cabello recién bañado, “nunca ha dependido de lo que me quito ni de lo que me pongo, sino de ser yo misma. Desnuda o vestida de monja, no dejo de ser Esther Farfán”.
En los años 70 se convirtió en el tema de moda, cuando apareció con el torso descubierto en la película “Amazonas para dos aventureros”. Luego protagonizó “Esposos en vacaciones”, en la cual se destapó totalmente. El escándalo llego al clímax. Pero, ¿quién dijo miedo? Un día en que se sintió hostigada por una horda de fotógrafos, decidió que debía reaccionar con energía para delimitar su territorio. Entonces, como una serpiente coral que apela al encanto de sus colores para inmovilizar a su presa, se desabotonó la blusa y les mostró los senos.
Su irrupción en el panorama nacional fue aliento fresco y bofetada al mismo tiempo. En una sociedad que vivía cubierta desde los tobillos hasta el cuello, como escondiendo una vergüenza, ella se exhibía sin pudores. Además, decía que los pecados no empiezan por el cuerpo y proponía en voz alta el sexo prematrimonial y el destierro del brasiere. Hoy, cuando hay más moteles que iglesias y más precocidad que aspavientos, sus declaraciones de entonces quizás parezcan un juego de niños. Pero miradas en su contexto, revelan su carácter precursor y su coraje.
En aquella época era difícil para los hombres conservar la seguridad frente a una mujer que no soñaba con un príncipe azul para envejecer callada al lado de él, sino con un tipo que le dijera ocurrencias inesperadas, la hiciera reír mucho y no fuera a decepcionarla en el primer beso.
El actor Rodrigo Obregón la describe como “la primera valiente que siempre se necesita”, y señala que pretender imponerle ataduras sería como tratar de amarrar un huracán con una soga.
“Cuando Esther surgió”, agrega, “los chicos de mi generación sólo habíamos visto modelos de mentira, mujeres mustias encarceladas por trapos, que nos engañaban con su manera de vestir. Lo que Esther nos enseñó en su momento no fue el cuerpo sino la verdad”. “Ay, sí, ¡yo he sido linda desde chiquita!”, exclama ella ahora, sentada en el sofá, mientras me muestra una foto en la cual está vestida con boina y falda escocesa. “Me seduce la inteligencia pero amo la belleza física. Yo dije alguna vez que tener buenas piernas no estropea el pensamiento. Además, acuérdate de que la verdadera revolución femenina no se logró con tratados, sino cuando la mujer dijo: soy la dueña de mi cuerpo y me visto o me desvisto como quiera. A partir de ese día, el mundo cambió para siempre”.

***
A finales de los años 60 Esther Farfán comenzó a estudiar terapia ocupacional en la Universidad Nacional. Sus condiscípulos la recuerdan como una persona muy callada, en parte por los convencionalismos propios de la época y en parte por la crianza severa que recibió.
A Nubia Martínez, ex compañera de clases, nunca le sorprendió que Esther hubiera trascendido por su hermosura, pues siempre la consideró una versión mejorada de Nefertiti, la reina egipcia. Lo que sí le asombró es ver cómo la amiga tímida se convirtió en símbolo del atrevimiento. “Ella se retiró de la universidad y nosotros le perdimos la pista durante un tiempo”, cuenta Nubia. “Así que cuando la vimos posando insinuante en la portada de una revista, recibimos un impacto fuerte del cual tardamos para reponernos”.
Esther Farfán era retraída, en efecto. Se volvió segura cuando supo que tenía una química especial con la cámara: en cada fotografía no sólo se sentía retratada, sino también mimada. De repente, gracias a las fotos, había dejado de ser pequeña – mide 1;62 – y se había transformado en una criatura colosal, más grande que su entorno. En ese momento comprendió que además de bonita resultaba interesante, porque reunía en su sola figura las imágenes del colibrí y del halcón.
Tenía una sensualidad que le brotaba por todas partes de manera espontánea. No era la típica pose vulgar de la mujer que juega a ser fatal o vampiresa, sino una fuerza natural al mismo tiempo bruta y refinada.
“Y sobre todo”, dice Abdú Eljaiek, el fotógrafo que la descubrió a finales de los años 60, “tenía esa piel morena refulgente, única, sobre la cual se han escrito tantas páginas”.
La piel, justamente, fue la atracción principal de uno de los trabajos publicitarios que Esther Farfán más recuerda de su experiencia como modelo. Fue en España. Sobre un cerro de nieve aparece ella, sentada con un bronceador entre las manos. Tiene un bikini amarillo cuyo contraste con el blanco del hielo y el tono cálido de su cuerpo, es de infarto. El texto de la foto es contundente: “a pesar del crudo invierno, yo no he perdido mi color”.
Sus amigos de adolescencia aseguran que el modelaje le dio personalidad. Por eso, cuando se entrevistó con Pierre Cardin, aunque sabía muy bien que con su estatura no debía apuntarle a las pasarelas, derrochó seguridad. Sin rodeos, le dijo al diseñador francés que ella no había nacido para lucir su ropa pero sí para modelar sus accesorios. Y en seguida, fue contratada.
***
Esther Farfán surgió en una época en que el modelaje era casero, no industrial. Las modelos asumían con entereza lo que les sobraba y lo que les faltaba. No se inflaban ni se succionaban, ni había computador que retocara sus imágenes. A menudo tenían que costear su vestuario y su maquillaje, peinarse ellas mismas y ayudar al fotógrafo a cargar las luces. Incluso ella recuerda que en sus comienzos le tocó posar en la calle, en pleno centro de Bogotá, como un maniquí que revivía cada 15 minutos, para entrar en el almacén y cambiarse de ropa.
Hoy, cuando se le pide resumir su vida en una sola palabra, Esther Farfán no lo piensa dos veces: coraje. “Nunca ahorró esfuerzos para luchar por lo que quería”, dice Nubia Martínez.
Todavía en aquellos tiempos las mujeres colombianas eran entrenadas para casarse pronto, complacer al marido aunque no lo mereciera y gobernar la casa de puertas hacia dentro. Con su hermosura, Esther habría podido conseguir un buen partido, como se decía entonces, un hombre que produjera mucho dinero mientras ella se peinaba o tomaba el té. Rechazar ese destino no era simplemente ejercer una libertad individual: era también desafiar las normas, enfrentarse a la sociedad. Y para eso se necesitaba valor.
Lo que la motivaba era el riesgo. Por eso, cuando se sentía más a gusto en su condición de primera diva de Colombia, cuando más disfrutaba con el furor que ocasionaban sus provocaciones, hizo maletas y se marchó para Europa en un barco que abordó en Cartagena. Renunció a un país donde lo tenía todo y se fue a empezar de cero en una tierra donde no era nadie. Se sometió sin temor a oficios que le eran ajenos, como cuidar niños y actuar en fotonovelas de Corín Tellado, mientras esperaba su momento.¿Consiguió lo que buscaba? ¿Fracasó?“Di esa pelea en tierra extraña y no me arrugué”, responde. “Y en cuanto a lo profesional, ahí está el trabajo que hice para que lo evalúen”.
Esther Farfán actuó junto a Silvia Krystel en la película “L’Margie”, rodada en París, y participó en “Cocaine cowboys”, filmada en Nueva York y protagonizada por Jack Palance y Andy Warhol. Por otra parte, posó para las revistas “Vogue”, “Queen”, “Mode International” y “Marie Claire”.En el exterior conoció a Andrew Loog Oldham, el productor musical que lanzó a los Rolling Stones al estrellato. Se casaron en 1977 y aún siguen juntos. Viven entre Nueva York, Vancouver, Londres y Bogotá. En 1982 tuvieron un hijo, Maximillian, que hoy estudia en Los Ángeles.

***
“Me imagino que quieres hablar de mi edad”, afirma con sorna, mirándome fijamente. “Dale, que yo a ese tema no le tengo miedo. A veces hasta me aumento los años para que mis amigas digan: ¡wuaoooo, tienes que darme el secreto!”Esther cuenta que se percató del paso de los años cuando los muchachos empezaron a llamarla “señora”. En principio, aquello le incomodaba. Tal vez porque en el fondo pretendía que un mito como ella fuera inmune al envejecimiento. Un día dejó de pensar en su propia imagen y se dedicó a contemplar al ser humano. Entonces notó que el tiempo le había dejado huellas. Sin embargo, la nueva mujer que le mostró el espejo no le inspiró desilusión sino amor. Se vio magnífica con su piel lustrosa, habitando un espacio que valía la pena, aspirando un aire que no la asfixiaba. Las canas y las bolsas pequeñas debajo de los ojos eran apenas simples accidentes de una belleza que aún se conservaba. Una belleza que nunca había aspirado a ser perfecta sino aplastante.
El tiempo también se hace sentir a veces cuando ella está en su bicicleta estática. De pronto, excitada por el ejercicio, tiene la sensación de que va manejando a una velocidad endiablada. Las agujas del tablero la aterrizan en la realidad.“Si a mi edad me mirara todavía como modelo”, dice, “estaría muerta de miedo. Pero el caso es que ya no soy modelo. Estoy agradecida con la ley de gravedad porque ha sido generosa conmigo, pero sé que un día se va a llevar para el piso lo que durante tanto tiempo me ha perdonado. Y necesito estar viva cuando eso ocurra”.
A continuación afirma que se merece ser testigo de su propia vejez y por eso desea llegar a los 90 años. Por ahora, se asoma al espejo sin ningún complejo. Los espejos, a propósito, siempre le han gustado, porque más allá de alimentar la vanidad permiten entender el lenguaje del cuerpo y el del alma. Frente a ellos es posible detectar la enfermedad, espantar la tristeza del rostro, soltar el nudo que nos aprieta.
Justo en este momento me muestra un semanario sensacionalista de los años 70, en el cual aparece desnuda durante el rodaje de la película “Esposos en vacaciones”. La fotografía es en blanco y negro, pero a la altura de su sexo está escrita, con una agresiva letra roja, la palabra “extra”.“Qué lástima”, dice. “Dañaron la foto”.
Sonríe para celebrar su propio apunte y entonces descubro que sus ojos tienen la misma edad que tenían cuando le tomaron la foto, la misma edad que tendrán dentro de medio siglo, como si el tiempo, que a veces es miserable, no se atreviera a arruinar tanta hermosura.Sin dejar de contemplar su imagen en la revista, afirma que hoy en día los desnudos se han masificado tanto que han perdido parte de su interés.– Esto se está poniendo muy aburrido. Hay que hacer algo.– ¿Algo como qué?– No sé. Yo ya no soy modelo. Pero si quieres saber qué haría para agitar el ambiente y verme sexy en estos tiempos, te lo diré: vestirme de monja.

The power of García Márquez

Everyone from Clinton to Castro listens to him. But can he help rescue Colombia from left-wing guerrillas and right-wing death squads?

By Jon Lee AndersonSeptember 27, 1999 New Yorker Profile

WHEN Gabriel García Márquez leaves his apartment in Bogotá, he travels in a customized metallic-gray 1992 Lancia Thema Turbo, a midsize sedan with bulletproof windows and a bombproof chassis. It is driven by Don Chepe, a stocky former guerrilla fighter who has worked for García Márquez for more than twenty years. Several secret-service agents, some times as many as six, follow them in an other vehicle. A nondescript bombproof sedan with a big engine is a reassuring car to have in a country where nearly two hundred people are kidnapped every month, and more than two thousand are murdered. In mid-August, Jaime Garzón, a popular political satirist, was assassinated as he drove to work. A man got off a motorcycle and shot him in the head while he was waiting at a red light. Garzón, like García Márquez, had acted as an intermediary between leftist guerrillas and the government, and he had received death threats from members of right-wing paramilitary organizations who don't want people negotiating with their enemies.
Bogotá sprawls for miles across a drizzly green mountain plateau in the northernmost section of the Andes. Overlooking the city is a long ridge of hills covered with vast, miserable shantytowns full of former peasant farmers and their families who have emigrated there from the countryside. During the last fifteen years, a million and a half Colombians have been displaced from their homes by political violence. Forty per cent of the country is controlled by Marxist guerrilla groups, who are at war with government troops and with right-wing militias that are financed by rich landowners and drug traffickers.
A few months ago, I took a taxi from my hotel in Bogotá to a house in the old colonial district of La Candelaria, in the center of town, where an emerald dealer had invited me to dinner. (Along with coffee, oil, cocaine, and heroin, Colombia is rich in emeralds, and supplies some sixty per cent of the world's market.) My driver stopped the car a hundred feet from the esmeraldero's house, and I got out. As I approached the front door, which was set back from the street and was covered by an archway, I saw two figures loping in my direction. One of them -- a short, wild looking, dirty fellow -- reached me as I was ringing the esmeraldero's bell, but just then the door opened wide and two Alsatian dogs came snarling past me and attacked him. The next day, I told García Márquez about my experience, and he laughed, shaking his head at my folly. No Colombian with any sense would have been on that street at that hour, he said. "It's a good place to get killed." The middle class and the wealthy have long since moved out of the center of Bogotá and settled in the northern suburbs. Even there they live in fear of being robbed or kidnapped by criminal gangs, and those few who can afford it, like García Márquez, have armored cars, bodyguards, or both.
García Márquez and his wife, Mercedes, live in a spacious duplex, two floors of a four-story apartment building with floor-to-ceiling windows that look out over a landscaped park. The apartment is all white -- carpets, sofas, and walls -- and filled with art, including a huge early Botero and a series of exquisite erotic Indian miniatures. The day after I had been saved by the esmeraldero's dogs, the three of us sat around talking in a corner of their vast living room. Several dozen videotapes -- Martin Scorsese's The Last Temptation of Christ was on top of the pile -- were stacked next to a TV. Venetian blinds were drawn over the windows, and the room was suffused with a gray light that went well with the faint odor of tobacco from Mercedes's cigarettes. Mercedes, who has been married to García Márquez for forty-one years, is a tall, striking woman with shoulder-length brown hair. She is the granddaughter of an Egyptian immigrant, whose influence seems to show up in her wide cheekbones and her large, penetrating brown eyes. García Márquez is a short, deep-chested man with a careful, almost regal bearing. He is seventy-two. He has soft brown eyes set in a comfortable, lined face. His curly hair is gray, and he has a white mustache and bushy black eyebrows. His hands are beautiful, with long slender fingers. He is an attentive and charming conversationalist, and what Colombians call a mamagallista -- a joker.
In the course of several months of talks with me, García Márquez referred to Mercedes constantly, and invariably with proud affection. When he talked about his friendship with Fidel Castro, for instance, he remarked, "Fidel trusts Mercedes even more than he trusts me," and added, "She is the only person I know who can scold him." Another time, he mentioned the name of a mutual acquaintance, and after we had discussed him for a while he said thoughtfully, "Mercedes doesn't want him around anymore," in a way that left me in little doubt that Mercedes would have her way. She is his "link to the earth," a friend says. "She's the practical one, the one who looks after their properties, the Eon at his side. He would be totally lost without her." They have two children: Rodrigo, who lives in Los Angeles and has just written and directed his first feature film; and Gonzalo, who is a graphic designer in Mexico City.
García Márquez has several homes, and although he was Colombia's most famous citizen long before he received the Nobel Prize in Literature, in 1982, Bogotá has never been his main residence. He and Mercedes have for many years spent most of their time in Mexico City and part of the year at their other homes, in Cuernavaca, Barcelona, Paris, Havana, Cartagena, and Barranquilla, on the Caribbean coast. Each of them is furnished in the same way -- with white carpets, large glass coffee tables, modern art, a carefully chosen sound system, and an identical Macintosh computer. García Márquez is obsessive about such things. They make it possible for him to work wherever he is. He says that he usually wakes at five o'clock, reads a book until seven, dresses, reads the newspapers, answers his E-mail, and by ten -- "no matter what" -- is at his desk, writing. He stays there until two-thirty, then joins his family for lunch. After lunch, the writing day is over, and the afternoon and evening are devoted to "appointments, family, and friends."
Recently, García Márquez has been working on three novels and two volumes of memoirs, along with occasional pieces of journalism. He began his writing life as a journalist, and his last book, News of Kidnapping, which was published in 1996, is in the straightforward, plain-speaking style of his newspaper columns rather than the allusive, "magical" style of the novels and stories. The book reconstructs the kidnappings of ten people in 1990 by Pablo Escobar, the head of the Medellín drug cartel. It is based on long interviews with the surviving victims of the kidnappings, and with those who were involved in the Byzantine negotiations for their release. The central characters, well-connected journalists and politicians, are people who come from the social and professional worlds that García Márquez and Mercedes inhabit.
Politics and journalism have taken up much of García Márquez's time since early this year, when he became the majority owner of the weekly news magazine Cambio. He bought Cambio with his Nobel Prize money, which had been sitting in a Swiss bank for sixteen years. "I swear it's true, I had forgotten about it," he claims. It was Mercedes, he says, who "reminded" him that it was there. Cambio kept them in Bogotá when they would normally have been in Mexico or Europe. García Márquez attended editorial meetings and assigned stories and wrote articles that became cover stories. The magazine's circulation went from fourteen thousand to fifty thousand. "People here in Colombia are very interested in whatever Gabo has to say," says Pilar Calderón, Cambio's managing editor.
"Gabo" is what García Márquez is called by nearly everyone in the Spanish speaking world. That or el maestro, or, in Colombia, Nuestro Nobel, our Nobel Prize winner. One of his friends remarked to me that García Márquez is in many ways El Único Nobel, the only Nobel Laureate, which struck me as fundamentally true, at least in Latin America. Another friend, Enrique Santos Calderón, the editor-in-chief of El Tiempo, Colombia's leading daily newspaper, says that the Nobel Prize was a vindication of Colombian culture. "In a country that's gone to shit, Gabo is a symbol of national pride."

The widespread reverence that is felt for García Márquez amplified the rumors that began circulating early this summer about a mysterious illness that had overcome him. He was hospitalized for a week in the middle of June, and then be holed up in his apartment in Bogotá. He was said to be undergoing treatment for exhaustion, a nervous breakdown, or leukemia. Seven years ago, a cancerous tumor was removed from one of his lungs, and the rumors about what was wrong with him this time became more and more dire. On July 9th, someone pretending to represent a wire agency sent a phony news flash out through the Internet that he had died in Mexico City the previous evening.
García Márquez says that he began feeling unwell last spring, and became so weak that he was in a state of collapse. He checked into a hospital, and once it was determined what was wrong with him (lymphatic cancer, although this was not acknowledged publicly for several months) he began to receive treatment and to feel stronger. One morning not long after he had returned from the hospital, I walked with him in the park below his apartment. He was dressed in a navy-blue woolen pea-coat, blue sweat pants, and running shoes, and we were followed closely but discreetly by a nurse wearing a white smock, and by Don Chepe, who acts as García Márquez's bodyguard as well as his driver. After we had been walking for a few minutes, three young men who were riding their bicycles on a path at the park's edge recognized García Márquez and called out excitedly, "Maestro, how are you?" He was concentrating on his walking, but he acknowledged them with a slight wave and kept going. I saw that the three men had got off their bicycles and were staring with concern as he moved determinedly along, so I raised my hand and gave them a cheery thumbs-up sign. They smiled gratefully.
A few days later, a friend took me to the home of a prominent left-wing historian who has close ties to the leaders of Colombia's oldest, largest, and most powerful guerrilla organization, the Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, or FARC. Hearing that I had recently been with García Márquez our host asked me, "How is he?" His expression was serious and attentive. When I told him that García Márquez was walking around and coherent but had lost a great deal of weight, his mouth tightened. "They say he has cancer," he said softly. He hoped it wasn't true. "In the terrible state it's in right now, the country could not withstand the weight of such news."

A few years ago, García Márquez likened Colombia's afflictions to a "Biblical holocaust." The country has been engulfed in a complicated civil war for more than half a century, and most of the victims of the violence have been civilians. They are killed by soldiers at roadblocks, taken hostage and tortured by paramilitary death squads, blown up by land mines, shot by drug traffickers because they are in the wrong place at the wrong time, massacred because they are thought to sympathize with one side or the other. Last fall, Human Rights Watch issued a chilling appraisal of life in Colombia which concluded, "Violations of international humanitarian law -- the laws of war -- are not abstract concepts in Colombia, but the grim material of everyday life.... Sometimes, armed men carefully choose their victims from lists. Other times, they simply kill those nearby, to spread fear. Indeed, a willingness to commit atrocities is among the most striking features of Colombia's war."
García Márquez began his life as a writer during the early years of a bloody conflict known as La Violencia, which came to a head on April 9, 1948, when the populist politician Jorge Eliécer Gaitan was assassinated on the street in front of his office in Bogotá. Between two hundred thousand and three hundred thousand people, most of them in the countryside, were killed during La Violencia, which lasted roughly until the early sixties. FARC evolved from the homegrown, Soviet-style bolsheviques that were established in the countryside during this period. The other large guerrilla organization, the Ejército de Liberación Nacional, or E.L.N., entered the fray with Cuban backing and the inspiration of Che Guevara. By the early eighties, when the Medellín and Cali drug cartels had become powerful, and paramilitary armies were at war with both the traffickers and the guerrillas, there were so many possible sources of violence that a victim could quite understandably be confused about who his oppressor was. Early in News of a Kidnapping, Maruja Pachón, who has just been captured by armed men as she returned home from work in her chauffeur driven Renault, attempts to figure out the identity of her captors:

Maruja tried to get a good look at the kidnappers, but the light was too dim. She dared to ask a question: "Who are you people?" The man with the two-way radio answered in a quiet voice:"We're from the M19."A nonsensical reply: The M19, a former guerrilla group, was legal now and campaigning for seats in the Constituency."Seriously," said Maruja. "Are you dealers or guerrillas?""Guerrillas," said the man in front.

Of course, he was lying. He was one of Pablo Escobar's men, and the kidnapping of Maruja was intended to put pressure on the government to make a deal with the leaders of the drug cartels and agree not to extradite them to the United States, where they would face harsher penalties than they would at home.
The distinction between the activities of the dealers and those of the guerrillas was further blurred after Pablo Escobar was killed and the big drug cartels were broken up in the mid-nineteen-nineties. The drug business is now divided among scores of mini-mafias, the paramilitaries, and the guerrillas themselves. FARC, which is the richest guerrilla organization in Latin America, controls an area where much of the world's cocaine is produced. It is believed to have some fifteen thousand armed fighters, while the E.L.N. has about five thousand. Both groups pay salaries to their combatants, and support themselves with various criminal activities, which include levying taxes on heroin and cocaine producers, kidnapping for ransom, and extorting money from North American and European oil companies to protect their drilling operations and pipelines.
Since Colombia supplies eighty per cent of the cocaine consumed in the United States, and much of the heroin, "narco-guerrillas" have become a big factor in United States drug policy. The Colombian Army says that it needs help to combat the guerrillas, and that quelling the guerrillas would quell the drug trade. Such assistance was suspended in 1996 and 1997 because Ernesto Samper, who was then the President, was accused of having accepted six million dollars in drug money to fund his election campaign. But a new President, Andrés Pastrana, took office last year, and the U.S. was persuaded that he could do what his predecessors had failed to do. Pastrana initiated talks with the guerrillas and ceded them a huge neutral zone that the Army couldn't enter. And he got a big aid package. Last fall, Congress allocated two hundred and eighty-nine million dollars to the Colombian police and Army, making Colombia the third largest recipient of military aid, after Israel and Egypt.
García Márquez who has often referred to himself as "the last optimist in Colombia," has been closely involved in the peace negotiations. He introduced Pastrana to his old friend Fidel Castro, who could facilitate talks with the guerrillas, and he helped restore good relations between Washington and Bogotá. "I won't say that it was Gabo who brought all this about," Bill Richardson, the U.S. Secretary of Energy, said early this summer, "but he was a catalyst." García Márquez was invited by the Clintons to the White House several times, and friends say he believed that he was going to not only carry off the immediate goal of getting some sort of negotiated settlement between the guerrillas and the government but also finally help bring about an improvement in relations between the United States and Cuba. "The U.S. needs Cuba's involvement in the Colombian peace talks, because the Cuban government has the best contacts with the guerrillas," he explained to me. "And Cuba is perfectly situated, only two hours away, so Pastrana can go there overnight and have meetings and come back without anyone knowing anything about it. And the U.S. wants this to happen." Then he smiled in a way that indicated he knew much more than he was telling me, as usual.
Until early this summer, García Márquez was sanguine about the negotiations Pastrana had put in motion. But then he became ill, and in July FARC launched a military offensive from the area that Pastrana had ceded them. It included a raid on Army units on the outskirts of Bogotá, and the peace talks, which had already been postponed, seemed more unlikely. A few days later, Pastrana's minister of defense announced that the U.S. was training and supplying an Anti-Narcotics Battalion of Colombian soldiers. Then he and the chief of the armed forces flew to Washington to ask for five hundred million dollars more in aid. Barry McCaffirey, the director of the Office of National Drug Control Policy, who claims that cocaine production in Colombia has doubled in the last four years and that the guerrillas are responsible, urged Congress to appropriate a billion dollars for hardware and military advisers. "This is an emergency situation," he said. "You've got twenty-five thousand people out there with machine guns, mortars, rockets, and land mines."
García Márquez had to cancel one of our meetings in Bogotá because Pastrana and Felipe Gonzáles, the former Spanish Prime Minister, were coming by to see him. Things were stiff at an impasse between the guerrillas and the government, but attempts were being made to put together a regional council of nations to serve as neutral guarantors for future negotiations. "I would really love to see Clinton again right now, but it's not possible in this situation," García Márquez said. He didn't say whether he was referring to the changed politics or his own state of health, or both. But it was the bellicose stance Washington was taking that seemed to trouble him most. "Everything has changed since Kosovo," he said. "The situation in the world has changed totally. With Kosovo, Clinton has found the political legacy he wants to leave behind -- the imperial American model."
Other critics of the Clinton Administration's new policy were conjuring up analogies with Vietnam, and warning of the perils of intervening militarily in a country that is geographically as well as politically complex. Much of Colombia's nearly four hundred and forty thousand square miles is practically inaccessible. Three ranges of the Andes divide it up, and there are vast swaths of forests and plains where no roads have been built. Some parts of the country are controlled by brutal paramilitary units that are in many cases operating in collusion with the Army, which has been accused of gross violations of human rights. In mid-July, the Army, which until recently has been notoriously inefficient, killed two hundred guerrillas in an aerial ambush that was assisted by U.S. satellite intelligence. The first known American military casualties in the narcoguerrilla conflict occurred on July 23rd, when a U.S. reconnaissance plane crashed into a mountain in a major drug-producing area in southern Colombia. Five American soldiers and two Colombian Air Force officers were killed.
In 1993, García Márquez wrote that Washington's "war on drugs" was merely an "instrument for further intervention in Latin America," and he castigated American policymakers for having "impoverished the Castilian tongue" by inventing the term "narcoguerrilla." It permitted the United States, he said, to "demonstrate that drug traffickers and guerrillas were one and the same thing, and they could consequently send troops to Colombia under the pretext of fighting some and imprisoning others." These are not unconventional views in Colombia, where the meddling of gringos is feared and resented. Indeed, the twentieth century began with a U.S. intervention that led to the loss of the isthmus of Panama, which was a province of Colombia. And it has been only ten years since the United States invaded Panama to extradite its de-facto head of state, General Noriega. García Márquez has consistently opposed the extradition of Colombian nationals -- such as Pablo Escobar -- to the United States, and has advocated negotiating with both drug traffickers and guerrillas as the only realistic means of ending, or at least curtailing, the violence in Colombia. "Nobody has taken into account," he wrote in 1990, "to what extent the social and political situation of our great, ill-starred Colombia, with its centuries of rural feudalism, its thirty years of unresolved guerrilla conflicts, its long history of governments which have failed to represent the wishes of the people, has bred the drug traffickers and all that they stand for."

García Márquez's views have enormous weight in Latin America. His prestige is such that he has the trust of both governments and revolutionaries. He was involved in negotiations to end the civil wars in El Salvador and Nicaragua, and he has often helped gain the release of hostages kidnapped by various factions. "Gabo loves to conspire," his friend María Elvira Samper says, "to do things clandestinely. He likes diplomacy, not politics. He says he is un gran conspirador." But he has come under a good deal of criticism for enjoying his role too much, and for becoming enamored of men in power. Friends who acknowledge that there is some truth to the criticism attribute his susceptibility to the charms of Castro and Clinton in part to the thrill of having come so far from his roots. "Remember," a woman in Bogotá said to me, "Gabo came from un pueblucho de mierda -- a shitty little nothing town -- on the coast, and he could easily have ended up one of those guys selling sunglasses to tourists on the beach." She said this affectionately, and I don't think she meant to be patronizing, but it was the condescending kind of thing that people in Bogotá have always said about people who live on the Caribbean coast.
The place where García Márquez spent his childhood has more of a historical and geographical affinity to the Antilles than to the cold, austere highlands around Bogotá. A few years ago, he commissioned the Colombian architect Rogelio Salmona to build a house in Cartagena, a beautiful sixteenth century coastal city that is still surrounded by stone ramparts. La Casa del Escritor, the House of the Writer, as García Márquez's house is known, is a serried jumble of geometrical squares and oblongs surrounded by a high, cinnamon-colored wall. During the day, a single papayera, a papaya eating songbird, hops about in a cage that dangles over the narrow street in front of the house from an old-fashioned street lamp. From 7 A.M. until 7 P.M., the papayera is under the protective custody of policemen who stand watch with shotguns. They are there, I was told by one of them, to protect the papayera from the dastardly marias mulatas, the crows. He assured me that if the bird were to be left alone in the garden even its cage could not protect it.
In the heat of the day, the policemen take advantage of the shade of a neighboring building, the Hotel Santa Clara, which was built in 1617 as a convent but is now a boutique hotel owned by the French Sofitel chain. The convent figures prominently in Of Love and Other Demons, a novella García Márquez published in 1994. In the preface, he explains that in 1949, when he was a young reporter in Cartagena, he was assigned to cover the story of the emptying of the convent's crypts. "The gradual collapse of the roof had left its beautiful chapel exposed to the elements," he wrote, "but three generations of bishops and abbesses and other eminent personages were still buried there." In a niche on the high altar, laborers found the skull of a young girl with a seventy-foot-long "stream of living hair the intense color of copper." The foreman of the construction crew explained that this was not unusual for a two-hundred-year-old skull, but García Márquez "did not think it so trivial a matter, for when I was a boy my grandmother had told me the legend of a little twelve-year-old marquise, with hair that trailed behind her like a bridal train, who had died of rabies caused by a dog bite and was venerated in the towns along the Caribbean coast for the many miracles she had performed. The idea that the tomb might be hers was my news item for the day."
In the novella, which takes place in Cartagena in the eighteenth century, when the city was one of the centers of the Spanish slave trade and a colonial headquarters of the Inquisition, the girl is sent to the convent to be exorcised after she has been abused and driven half mad by inept doctors who mistakenly suspect that she has rabies. Her exorcist, an erudite priest, falls in love with her and is punished for heresy. The bishop takes over the exorcism, and she dies while being tortured by him. The most sympathetic characters in the book, aside from the girl and her tormented lover, are an outcast Jewish doctor with a vast library of forbidden books; two women who are incarcerated for being insane but travel about mysteriously and sometimes invisibly; and a priest who lives among the poor and has a humanist view of the martyred girl's situation. She has been rejected by her melancholic father, the Marquis, and by her mother, a drug-and-sex besotted mestiza, and raised by mulatto and black servants. It is their culture, transplanted African culture, that the Church demonizes and tries to exorcise.
Today, the stone walls of the old convent are a chic façade for the hotel, and García Márquez's books are displayed prominently in the lobby gift shop, but by and large the neighborhood has not changed much in the fifty years since García Márquez was writing a column for the local newspaper, El Universal. The narrow streets are lined with paving stones and surrounded by red, blue, and yellow tiled houses with corrugated tin roofs. Laundry hangs from carved wooden balconies, children play in the streets, and people wearing undershirts and flip-flops sit in their doorways talking to their neighbors. Cuban son, Puerto Rican salsa, Colombian cumbia, and the tinny accordion wails of vallenato blare from radios. Horse taxis, which are called huelepedos, or "farties," by the locals, clip-clop by, carrying tourists and tainting the air with bouquets of chaff and dung. Although Cartagena is one of Colombia's few "safe" tourist havens, political violence is never far from anyone's mind. At a dinner party there I met a woman whose brother had been kidnapped and buried alive. The brother of our host had joined a paramilitary group and had been killed by guerrillas.
A few years ago, García Márquez established the Foundation for New Ibero-American Journalism in Cartagena. It is run by Jaime Abello Banfi, a former television executive, and is funded by UNESCO and the Inter-American Development Bank, among other organizations. Seasoned journalists are invited to Cartagena to give workshops for young Latin American reporters. García Márquez holds seminars whenever he can. Cartagena has also become his large family's de-facto headquarters. He is the eldest of eleven children, all but one of whom are still alive. His ninety-four-year-old mother and most of his siblings still live along the coast.
García Márquez was born in Aracataca, a down-at-the-heels town a hundred miles inland from Cartagena, on March 6, 1927. He was the first child of Luisa Santiaga Márquez, the daughter of Colonel Nicolás Márquez, a veteran of the War of a Thousand Days, which until the recent conflagration was the most violent and lethal civil war in Colombia's history. It began in 1899 and lasted for roughly three years. The forces of the Liberal and Conservative Parties inflicted hideous suffering on each other, and as many as a hundred thousand people died, out of a population of four million. Colonel Nicolás Márquez was a member of the Liberal Party, the party that started the war and lost it. A two party system has existed in Colombia since the middle of the nineteenth century, and although there are no absolute distinctions between the two groups, Liberals are traditionally anticlerical and are proponents of social and labor reforms. García Márquez's father, Gabriel Eligio García, was a Conservative, a frustrated medical student who had arrived in Aracataca to take up a salaried post as the town's telegraph operator. The Colonel disapproved of him, primarily for reasons of politics and social standing, but he was indefatigable in pursuit of Luisa. (Their courtship is the basis for the mad love of Florentino Ariza and Fermina Daza in the novel Love in the Time of Cholera, which García Márquez published in 1985.) Soon after the birth of "Gabito," the boy's parents moved to Ríohacha, a town two hundred miles away, on the coast, and left him to be raised by the Colonel, his wife, and three aunts.García Márquez's grandfather, who is a recognizable character in much of his fiction, told him stories about killing a man in a duel, about fighting in the civil war, about the massacre of workers by the United Fruit Company the year after Gabito was born. Meanwhile, his aunts and grandmother -- who were from the remote Guajira peninsula, a barren territory where the indigenous inhabitants have managed to maintain much of their culture -- fed him on a steady and disquieting diet of folk tales, ghost stories, and legends of the supernatural. When García Márquez was nine, he went to live with his parents, who were virtual strangers to him. His father had become an itinerant homeopath and pharmacist, and the family moved around for a couple of years before settling in the town of Sucre. He never lived in Aracataca again, but it remained the wellspring of his fictional world, most particularly as Macondo, the home of the Buendía family in One Hundred Years of Solitude.

García Márquez's younger brother Jaime, who is a civil engineer by profession and an obsessive conversationalist by nature, and his wife, Margarita, an architect, offered to take me to Aracataca. They met me at the airport near the somber port city of Santa Marta, where Simón Bolívar died on his final tragic journey into exile an odyssey that García Márquez re-created in 1989 in The General in His Labyrinth."We have to leave Aracataca by four," Jaime said. If we dallied, we would run the risk of meeting a patrol of guerrillas or paramilitaries. "And when they see you, they'll kidnap you, and there'll be nothing I can do about it." We were stopped at several Army roadblocks as we made our way through a sweltering dull green landscape of acacia trees and thorn bush, but in a couple of hours we were safely in the bleak geometry of the banana plantations that surround Aracataca and are the reason for its existence, just as they were when García Márquez was a child. Jaime told everyone we met that he wanted to be out of Aracataca and on the way back to Santa Marta well before nightfall, and then, with a nod in my direction, he'd quip, "No vaya ser que me pesquen al gringo" -- "God forbid they should snatch the gringo" -- which elicited a chuckle every time.Aracataca is a town of one-story houses and little shade. A huge billboard emblazoned with García Márquez's likeness has been erected on the outskirts, with a quotation from him painted in large letters: "One day I returned to my home, Aracataca, and I discovered that it is a combination of reality and nostalgia that is the raw material of my work." There are some traditional Caribbean plank houses with high-peaked tin roofs still standing, but most people live in grids of gaudily painted cement-block dwellings. The tall, dusty, bitter-almond trees with big green leaves that ring the central plaza in front of the church are the same trees, Jaime told me, that his brother described in the passage in One Hundred Years of Solitude that tells of the founding of Macondo:

It was José Arcadio, Buendía who decided during those years that they should plant almond trees instead of acacias on the streets, and who discovered, without ever revealing it, a way to make them Eve forever. Many years later, when Macondo was a field of wooden houses with zinc roofs, the broken and dusty almond trees still stood on the oldest streets, although no one knew who had planted them.

We had arrived on the final day of the festivities celebrating Colombia's independence from Spain in 1819, and everyone who was not taking a nap had assembled in a garbage-strewn lot at the edge of town, where a rudimentary corraleja, a wooden bullring, had been erected. Wide-eyed groups of adolescent girls in bright dresses strolled arm in arm, flirting with young men. Peasants with straw hats and angular faces stood in the shade of the rickety corraleja gaping at the people milling around and waiting for the bulls to be unloaded from trucks so that the afternoon's corrida could begin. Sweating venders tended painted boxes on wheels, from which they sold chicharrones (pork rinds), colored shaved ices, and hot corncakes.Jaime stopped at a house and knocked on the door. The door opened and closed again, and a few minutes later a man came out, combing his hair and smiling excitedly. He was the curator of the Casa Museo Gabriel García Márquez, the house where García Márquez was born, which sits on a quiet back street lined with acacia and almond trees. The curator led us through the front of the museum, a small cinderblock bungalow erected by the last owners, into the back yard, where part of the original Márquez family house still stands. All that is left is a two-room, white-painted clapboard shack with a zinc roofThe economy of Aracataca, and of the surrounding region, was dominated by the United Fruit Company (now Chiquita Brands International) for most of the early part of this century. The founder of United Fruit, which was based in Boston, began buying land here in 1894, and by the mid-nineteen-twenties the area had become the third largest exporter of bananas in the world. La Fruit, as the company is known to the locals, did not own most of the plantations, but it bought the bananas from growers, controlled the railroad that took them to the port, and managed the distribution of irrigation water. Although the workers were paid by the company and spent their money at the company stores, they did not technically work for United Fruit, and the company did not provide benefits, which was one of the issues that precipitated the 1928 banana strike. The nascent Colombian Communist Party sent representatives to organize the banana workers, many of whom were shot during demonstrations, an event known locally as the Slaughter of '28. Some of García Márquez's earliest memories are of going with his grandfather to the fence around La Fruit's residential compound a few years later to gape in wonderment at the oblivious norteamericanos playing games on clipped lawns. The government suppressed information about the killings, and virtually nothing had been written about them until García Márquez made the incident the culminating event in "One Hundred Years of Solitude," where thousands of workers are machine gunned in the town square and their bodies transported to the coast to be thrown into the sea. A torrential rain sets in for nearly five years, after which no memory of the event exists.The United Fruit Company cut back production drastically during the Depression of the nineteen thirties, and the market for bananas continued to suffer through the Second World War. Around 1965, La Fruit pulled out of Aracataca permanently. We visited the old company compound, an unkempt smattering of large plantation houses set under mature trees. Jaime found some city officials in an office in one of the buildings. They explained to us, with the wan expressions of those who don't really believe what they are saying, that the municipality of Aracataca has plans to turn the compound into a tourist hotel. Not far away, among the stick palisades and shacks of a recent "invasion," as the occupation of land by squatters is called, some forty families were living in a bare encampment. I asked the officials who the newcomers were, and one of them, a young man, replied, "I don't know, probably desplazados" -- war refugees. He was unsure because no one had inquired.We got out of Aracataca before four, and as we journeyed back toward the coast, with Margarita driving, Jaime regaled me with stories of a visit he made to New York City with Gabito a few years ago. They had gone to a club to hear Woody Allen play the clarinet, and Gabito had lunch with Henry Kissinger. Jaime, who is an ardent baseball fan, said that he begged off and went alone to see a game at Yankee Stadium. "I almost died of happiness," he said. "When I told Gabito afterward that I had eaten a hot dog at Yankee Stadium, he said he wished he could've been there. I got the impression that maybe his lunch with Kissinger had been a little boring."When I left Santa Marta, I headed west toward Barranquilla, a city a hundred miles up the coast. The road skirts the edge of a great swamp that, like an inland sea, stretches between the coastal spit of beach and the great meandering delta of the Magdalena River. My driver, a small, piratical-looking man named Hermes, informed me that a particularly fetid looking slum spread out along the road was Ciénaga the site of the banana massacre in 1928. Ciénaga sits smack in the middle of a ruined mangrove swamp that was destroyed by the construction of the road that now bisects it. On the other side of its shacks, the stubble of the old trees protrudes above the surrounding muck like stalagmites. Refuse is strewn everywhere, and raw sewage stands in stagnant pools of water. There is nothing beyond the slum but parched land, white with salt and devoid of life. It was here, Hermes said, where "all of Colombia's evils began, back in the days of La Fruit." Scowling out the window at miserable Ciénaga he hissed. "All the guerrillas, the paramilitaries, all the violence -- everything we're suffering from now comes from here."

When García Márquez was fifteen, he was sent to a public boarding school for gifted students in Zipaquirá a small provincial town near Bogotá. It was his introduction to the somber highlands of Colombia, and to Bogotá's aloof and conservative society. He was lonely and felt out of place, but it was during his years at the school that he discovered his talent for writing and his interest in politics. Several of his teachers were leftists, and he graduated with a Marxist world view. "When I left there," he said years later, "I wanted to be a journalist, I wanted to write novels, and I wanted to do something to bring about a more just society" Photographs of García Márquez at twenty, when he was a student at the University of Bogotá, show a skinny, badly dressed young man. He was studying law to please his father, but he had already begun to neglect his studies in favor of trying to write. The national daily newspaper El Espectador published his first short stories, and lauded him as "a new and notable writer." Then, in the spring of 1948, in the rioting that followed the assassination of Jorge Eliécer Gaitán the pension where García Márquez lodged was damaged by fire, and he put his books, the original copies of his first stories, and the only copies of his most recent work in a suitcase and tried to take them to the safety of an uncle's apartment. Everything was confiscated by a Gaitanista mob at a barricade. The University of Bogotá shut down, and García Márquez transferred to the University of Cartagena, but he soon abandoned his studies for a reporter's job. A year later, he moved to Barranquilla, where he rented a room in a brothel, wrote a newspaper column, and stayed up nights to work on short stories.Barranquilla is situated on a promontory between the Magdalena River and the sea. It is a chaotic urban labyrinth of a million people where automobiles careen around donkey carts laden with green fodder grass that has been freshly cut from the marshes outside town. Bright painted kiosks advertise aphrodisiacal foods, and the older residential lanes are lined with flowering shade trees. One of García Márquez's brothers, Luis Enrique, lives there, and he invited me for lunch, along with two of his sisters, Ligia and Aida, a former nun. Luis Enrique is a retired accountant of seventy-one, and resembles his older brother, although he is stockier, and his hair is whiter. Like their father, he is a Conservative. "It's genetic," he says. Luis Enrique is addicted to his computer, and spends his nights surfing the Net. Until recently, Aida taught theology at a Barranquilla high school where a "Gabriel García Márquez Department" has been created. Ligia lives in Cartagena and helps look after their mother, who is quite frail. Ligia has inherited her grandmother's faith in the supernatural world. She told me she had had a series of "strange dreams" a few years ago in which the figure of Abraham came to her, and she subsequently decided to become a Mormon. It isn't so different from Catholicism, she assured me. "We also believe in the Father, the Son, and the Holy Spirit."After lunch, I offered Ligia and Aida a lift. My driver recognized Aida from her days as a nun, and they began trading stories about a local priest. I heard Aida say, "He performs miracles." The driver said he'd been to a service the day before at which a woman who was possessed became calm after the priest laid hands on her. "It works if you have faith," Aida said. Ligia then told me that all this had been outlined in the Scriptures. When Satan's accomplices were vanquished, she explained, they were left without their bodies, but their spirits lived on. Some of them had become pigs, but the others float around looking for openings in human beings, and when they find a weak person in they go. That is where the priest does battle, getting rid of those Satanic spirits. Aida and the driver nodded in agreement, and it was clear to me that all of them believed literally what Ligia had said. "The world Gabo writes about, the one they call magical realism, is actually real; it's the one we live in," Mirtha Buelvas, a social psychologist in Barranquilla, said to me. I had heard other Colombians say the same thing, but it made more sense in Barranquilla than in Bogotá.

In 1954 García Márquez moved back to Bogotá to write for El Espectador. The next year, his first novella, La Hojarasca (Leaf Storm) was published, with a modest print run. Around this time, when La Violencia was at its height, claiming thousands of lives in the countryside, García Márquez began secretly attending meetings of a Communist Party cell, and was soon summoned to meet the underground leader of Colombia's Communists, who offered to be a source for his stories. He also advised García Márquez to stop going to meetings if he didn't plan to become an active member of the Party. García Márquez took his advice and left, although he has said that he retains a soft spot for "the comrades who were the first colonizers of my political conscience."In 1955, he was sent to Europe by El Espectador to cover everything from a Big Four summit meeting in Geneva to the Venice Film Festival and an Italian murder scandal. He also visited Poland and Czechoslovakia and spent a few months at an avant-garde film school in Rome before settling down in Parts. When El Espectador was closed down by the government, García Márquez cashed in his return plane ticket and stayed on. In Paris, he spent almost all of 1956 writing and rewriting the novella No One Writes to the Colonel. Then, in the summer of 1957, he visited Russia and drove through Eastern Europe with a Colombian friend, Plinio Apuleyo Mendoza. His dispatches from the trip were later published in Bogotá. as a magazine supplement called "Ninety Days Behind the Iron Curtain," in which García Márquez shows himself to be a sympathetic but not uncritical observer of life in the Soviet Union. After visiting Moscow as a "delegate" to a Communist Party Music Festival, for instance, he wrote:

My definitive impression is that the Soviet phenomenon -- from its most unusual aspects to the simplest ones -- is so complex that it cannot be reduced to propagandistic formulas, neither capitalist nor communist. The Soviets have a different mentality. Things that are of great importance to us aren't to them. And vice-versa. Maybe that was why I didn't fully understand the worries of that tired, parsimonious interpreter resembling Charles Laughton who came to see me off at the border. "We thought all the delegates had left," he said. "But if you want we can send for children to bring you flowers. Shall we?"

Later that year, García Márquez went to Caracas to work with Plinio Apuleyo Mendoza on a magazine, Momento, just in time for the popular Army uprising that overthrew the Venezuelan dictator Marcos Pérez Jiménez. That was when, García Márquez says, he first became interested in power. The day of the coup, he went with other reporters to stand outside the door of the room where the Army commanders were haggling over who would be Venezuela's next ruler. "I was just there like all the others, covering the news and hoping the meeting would end quickly so I could go home and go to sleep," he told me. "Suddenly the door opened and a general came out walking backward, his gun drawn and pointing into the room, his boots covered with mud." As he watched, transfixed, García Márquez said, the general crossed the room and, still walking backward and holding his gun out, he went down the stairs and out the front door to the street. Within moments of the general's dramatic exit, a decision was made in the room: Venezuela's new leader would be Rear Admiral Wolfgang Larrazábal. "I was amazed that this was how power could be decided," García Márquez said. "At that moment, something happened."He began thinking about writing a novel about a dictator. "My interest was reconfirmed a year later with my visit to Cuba, of course. Who couldn't have been impressed by that?" He and Plinio Apuleyo Mendoza were among the first journalists to arrive in Havana after Castro seized power in 1959. They covered the purge trials that followed the triumph of the revolution. The circus-like atmosphere of the trial of a notorious Army major named Jesús Sosa Blanco, which was held in Havana's sports stadium, and which ended with a guilty verdict and his summary execution, gave García Márquez grist for his future "Latin-American dictator novel" -- The Autumn of the Patriarch, which was published sixteen years later, in 1975. The victorious revolution of the Cuban guerrillas quickly replaced the two friends' enthusiasm for Venezuela's more limited "democratic restoration," and within a year they were running the Bogotá office of Prensa Latina, the newly formed Cuban news agency, which was headed by Jorge Ricardo Masetti, a young Argentine journalist who had become a protégé of Che Guevara's.In the meantime, García Márquez had married Mercedes Barcha, the daughter of a pharmacist in Sucre, where his parents lived. By early 1961, they and their newborn first child, Rodrigo, were living in a midtown Manhattan hotel while García Márquez worked at Prensa Latina's New York office. Tensions between the U.S. and Cuba were building, and he received threatening phone calls from angry Cuban exiles. That spring, in the aftermath of the Bay of Pigs invasion, hard-line pro-Soviet Cuban Communists took over many government posts, and Masetti resigned his position. García Márquez quit in solidarity with him, and he and Mercedes and the baby got on a bus headed south, to explore the world of William Faulkner. They remember seeing signs saying "No dogs or Mexicans allowed." When they reached New Orleans, Plinio Apuleyo Mendoza wired them a hundred and twenty dollars, and that got them as far as Mexico City, and, as García Márquez says, they've "never really left."In 1966, after a yearlong writing stint, García Márquez completed One Hundred Years of Solitude. For my benefit, he repeated the well-known story of how Mercedes had to pawn her hair dryer and their electric heater to pay for the postage to mail the finished manuscript -- in two separate lots, because they couldn't afford to mail the whole thing all at once -- to his Argentine publisher, who printed eight thousand copies. They sold out in a week, mostly at newsstands in subway stations in Buenos Aires. Although the Mexican novelist Carlos Fuentes had written enthusiastically about the book in a literary magazine after he saw some pages in manuscript, and several excerpts had appeared in small journals, and although the Boom in Latin-American fiction -- with work by Fuentes, the Argentine writer Julio Cortázar, and the Peruvian Mario Vargas Llosa -- was well under way, the popular response to One Hundred Years of Solitude was almost unimaginable. The book has by now been translated into more than thirty languages and has sold around thirty million copies. It is the most famous manifestation of the Boom, and García Márquez is the most celebrated of the prominent Boom writers.
García Márquez likes to claim, with a kind of false modesty, that he is "really a journalist who just happens to write some fiction on the side." He is being only partly disingenuous, since over the years he has churned out hundreds of articles, op-ed pieces, and essays. Most of this work from the seventies and eighties, his most radical period politically, is in the Latin-American tradition of periodismo militante, left-wing political journalism. There are reports from the war in Angola and postwar Vietnam, and several scoops on previously secret aspects of Latin America's revolutionary history, thanks to his privileged access to Fidel Castro and a variety of guerrilla leaders. García Márquez's friend Enrique Santos Calderón, says that he has mellowed in recent years, that "he's essentially a Social Democrat now, with a little Communist hidden in his heart." It is probably accurate to say that his politics are a hybrid of residual youthful Marxism, traditional Latin-American anti-imperialism, and Western European-style socialism, but he is often called a leftist extremist, especially by his critics in North America, and especially because of his relationship with Castro.García Márquez has had a "Cuba problem" since 1971, when the Cuban poet Heberto Padilla was arrested for "counterrevolutionary activity." A group of well-known intellectuals, including Plinio Apuleyo Mendoza, wrote a letter to Castro protesting the arrest. Since García Márquez was traveling and out of touch, Plinio took the liberty of adding his name to the petition. Padilla was released from detention but forced to go through a grotesque, Soviet-style public "confession," and the spectacle led many people who had previously endorsed the Castro regime to break with it. A second, public letter of protest was signed by everyone who had signed the first letter, except for Julio Cortázar -- and García Márquez. Then, in 1975, García Márquez went to Cuba, intending to write the book on the revolution. He never published the book, but he wrote a series of articles, and he met and became friends with Castro.Many years later, Plino Apuleyo Mendoza asked him, for the record, why, just when so many of his friends had distanced themselves from Cuba, he'd decided to support it. García Márquez's reply was both sphinx-like and smug: "Because I have much better and more direct information, and a political maturity that allows me a more serene, patient, and humane comprehension of the reality." What he was alluding to, it seems, was his line of communication with Fidel Castro. In the end, García Márquez did get involved in the Padilla case, and he helped obtain Castro's permission for the poet to leave Cuba in 1980, but his position remains puzzling and unacceptable to many people. Vargas Llosa calls him "Castro's courtesan," and the exiled Cuban writer Guillermo Cabrera Infante accuses him of suffering from "totalitarium delirium." "I believe that when Fidel dies, the same thing will happen as when Stalin died," Plinio Apuleyo Mendoza said to me one afternoon in the lobby of my hotel in Bogotá, a few days before he left the country to avoid being murdered by guerrillas who had already sent him a bomb by courier. "We will hear about all the atrocities that happened during his rule. And I don't think it will help Gabo to have been such a friend of his."García Márquez's defenders point to the fact that he has used his good offices with Castro to secure the freedom of a number of political prisoners in Cuba over the years, and that he does so quietly and without seeking publicity. When I pressed him, García Márquez confirmed that he had helped people leave the island, and he alluded to one "operation" that had resulted in the departure of "more than two thousand people" from Cuba. "I know just how far I can go with Fidel. Sometimes he says no. Sometimes later he comes and tells me I was right." He said that it gave him pleasure to help people, and implied that it was often just as well that they leave, from Castro's point of view. "I sometimes go to Miami," he said, "although not often, and I have stayed at the homes of people I've helped get out. Really prominent gusanos" -- the word Castro uses for the Miami exiles -- "and they call up their friends and we have big parties. Their kids ask me to sign books for them. Sometimes the people who come to see me are the same people who have denounced me. But in private they show me a different face." Enrique Santos Calderón says that "Gabo knows perfectly well what the Cuban government is, he has no illusions about that reality, but Fidel is his friend. And he has decided to live with the contradictions."
García Márquez has a house in Siboney, the section of Havana where rich Cubans were building their homes in the late fifties. A little farther on, the city ends abruptly, and there is a long, green, and listless countryside of sugarcane and wattle-and-daub ranchitos and thorny cattle-grazing fields. García Márquez's house, which was given to him by Castro, is one of several carefully maintained mansions with lush gardens which line a boulevard that curves up gently from the beaches and old yacht clubs. His house and those of most of his neighbors are what are called "protocol houses," homes made available to distinguished foreign guests. All the houses were seized by the government after their owners fled Cuba.Fidel Castro himself is said to live very near García Márquez in a house that is concealed behind a dense, high screen of trees, and up a lane where street signs and armed police tell you that you are going the wrong way. When I mentioned the mystery of Castro's residence to García Márquez, and how odd I found it that nobody in Cuba knew where the Jefe Máximo lived, he nodded and confessed that he didn't know, either. I was dumbstruck by this, because I had always assumed, like most Cubans, that he is the ultimate Castro insider. But García Márquez says that he has never even asked him, "so as not to know something that I might accidentally tell later." During our conversations, García Márquez frequently referred to his own trustworthiness in this regard. "Because he knows I am not going to betray the things he has confided in me, I am perhaps the one person Fidel can trust most in the world," he said. "And, you know, Fidel is really desconfiado -- mistrustful. Only recently he has begun to change a bit, and become less security conscious. Sometimes now he'll call and say, 'I'm coming over' or that sort of thing. He never used to. He always imagines the telephones are bugged by the Yanquis, the C.I.A. And he is probably right to worry. He keeps his private life immensely private. He has never introduced me to his wife, for example, or even mentioned her to me. I met her once because one day in Fidel's jet she came up and introduced herself. I don't know that it is true, but people say that Fidel hasn't even introduced Raúl" -- his brother -- "to his wife! What is private for him is the most private of private. . . . I think I know Fidel better than a lot of people, and I consider him a real friend, but who is Fidel the private man? What is Fidel himself really like? Nobody knows."García Márquez reminded me of a photograph taken during the Pope's visit to Cuba, in January, 1998. It was taken during the Pope's sermon in La Plaza de la Revolución, and it shows García Márquez in the front row, seated next to Castro. He was also present, he says, when Fidel heard that the three top U.S. television networks were pulling out their anchors because of breaking news about a White House intern named Monica Lewinsky "Fidel was furious," he recalled. "He said, 'Those damned Yanquis always fuck up everything!'"After that first high-profile appearance, García Márquez said, he decided to preserve his "independence," and stay away from public ceremonies. He watched everything on TV, and after a few days he deduced that despite outward appearances of harmony between the two leaders there must have been some "private disagreement" between them. He told Fidel that he wouldn't do the piece he was supposed to write about the visit until Fidel "confessed" to whatever it was he and the Pope had disagreed on. "Fidel's response," says García Márquez "was to ask me to do him a favor with the Americans. He said if that turned out well he'd tell me what I wanted to know. So I did the favor -- some messages -- and they turned out well, but when I said 'O.K., so what happened with the Pope?' Fidel waved me off, saying, 'Oh, I'll tell you later. Anyway, it's not important the way you think'" García Márquez shrugged. There was, he said, a handful of historical secrets that he had waited years for Fidel to tell him, but he had come to the conclusion that Fidel was going to take them with him to his grave. "And you know why?'' he said. "Because Fidel isn't like the rest of us. He thinks he has all the time in the world. Death just isn't part of his plans."
The first political leader to whom García Márquez became both a friend and a confidant was General Omar Torrijos, who seized power in Panama in 1969. Torrijos was not a Marxist, but he admired Tito and Castro, and he supported the Cuban-backed guerrilla insurgencies in Guatemala, El Salvador, and Nicaragua. García Márquez had criticized him during an interview, and Torrijos wanted to persuade him that he was a well-intentioned leader and, above all, a Panamanian nationalist. García Márquez says that he and Torrijos became friends after their first meeting turned into a three-day drinking binge. They remained close until Torrijos' death, in a plane crash, in 1981. García Márquez lovingly describes how the moody, lonely Torrijos would stay up drinking whiskey all night, and then, when he wanted sex in the morning, would summon one of six different women he had "on permanent call." He also recalls with pride how Torrijos -- who rarely read a book -- had read and liked The Autumn of the Patriarch. "He told me he thought it was my best book, and I asked him why he thought so. He leaned over to me and said, 'Because it's true; we're all like that."'Torrijos was also a friend of Graham Greene, and he supplied both writers with Panamanian diplomatic passports so that they could be present for the official signing of the Panama Canal Treaty in Washington in 1977. García Márquez says that both of them were on a U.S. Immigration blacklist at the time because of their Marxist affinities, and they were particularly pleased to get a twenty-one gun salute when they got off the plane at Andrews Air Force Base -- again, completely drunk. Somewhere, García Márquez told me, he still has a photograph of himself with Torrijos taken on the night of the Canal Treaty signing. It shows the two of them sitting together on the floor of the Panamanian Embassy, "totally plastered."García Márquez's relationship with the people in power in Colombia has had its ups and downs. In 1981, when he returned to Bogotá. from a trip to Cuba and Panama, he got wind of a plan to arrest him and charge him with having links to the M19 guerrillas, a group that specialized in urban violence. He and Mercedes sought asylum in the Mexican Embassy and were whisked out of the country. The flight into exile by the acclaimed author of One Hundred Years of Solitude became a public-relations disaster for Colombia, particularly since García Márquez was soon thereafter summoned to Paris, awarded the Légion d'Honneur by his friend President Mitterrand, and then went to Stockholm where he received the Nobel Prize. One of the first actions of the new Colombian President, Belisario Betancur, who took office the same year, was to invite García Márquez to return home under his official protection. Betancur several times offered García Márquez senior ministerial positions and ambassadorships to Madrid and Paris, but he always refused. "He likes to be near power," Betancur observes, "but not to possess it for himself."García Márquez denies, of course, that he has an obsession with power. "It's not my fascination with power," he said to me. "It's the fascination those who are powerful have with me. It's they who seek me out, and confide in me." When I repeated this to one of García Márquez's closest friends in Bogotá, he laughed and rolled his eyes. "Well, he would say that, but it's also true. Latin-American Presidents all want to be his friend, but he also wants to be theirs. As long as I've known him, he's always had this desire to be around power. Gabo loves Presidents. My wife likes to tease him by saying that even a vice-minister gives him a hard-on."Many of García Márquez's newspaper and magazine articles have been anecdotal descriptions of his tête-à-têtes with the powerful, and, indeed, they are often soft or, at any rate, seem so in comparison with both his brilliantly conceived fiction and his shrewd political analyses. But García Márquez's journalism presents a problem on many fronts for his admirers. Graham Greene, for instance, once wrote that he had a penchant for getting "his facts wrong." One of García Márquez's close friends, a Colombian journalist, laughed out loud as he recalled how Gabo once wrote that Yanqui pilots who had posed as stuntmen for an air circus to get into Chile flew the planes that bombed La Moneda palace during Pinochet's overthrow of Salvadore Allende. "It's the novelist in him, adjusting reality to fit his imagination," he explained.Curiously, given that García Márquez's own journalism is so heavily influenced by his political views, Cambio takes no discernibly consistent editorial position. It is rather self-consciously middle of the road, with a large number of life-style features, and it has even published articles that express views that are loathsome to García Márquez. For instance, a recent editorial endorsed U.S. assistance to fight the guerrillas. Cambio's managing editor, Pilar Calderón, explained that she and García Márquez and the five other owner-editors want to secure a market niche with the urban middle class. "We also want to recover the tradition of storytelling," Calderón said. "We don't just want to tell the news. And, happily, Gabo is here to help us in that." The most recent article García Márquez wrote, just before becoming ill, was a profile of Shakira, a twenty-two year old Colombian pop star.Several of García Márquez's friends told me that he gets enormous pleasure just from spending time with young editors and reporters. They remind him of his youth, and he revels in the camaraderie and the edgy urgency of the newsroom. He is the paterfamilias, as he is in Cartagena, at his journalism foundation. The sheer joy of that seems enough, at least for the moment. "The one thing we all agree on is that we are for peace," he said to me when I pressed him about why Cambio was not more editorially rigorous. "The main thing is to end the war and build the country back up again. Afterward, we can figure out what our views are."
One night late in July, I attended the forty-sixth birthday party of a friend of mine, Darío Villamizar. He and his wife, Amparo, who is pregnant with their first child, live in an apartment on the fifth floor of a building in an old-fashioned, middle-class neighborhood that spreads for several blocks over the lower flanks of Monserrate, a steep, verdant mountain that rises above the center of Bogotá. The satirist Jaime Garzón lived in the same neighborhood, only two streets away, and before he was murdered last month he and the Villamizars often bumped into one another on the street or at the local bakery.Darío is a lanky, soft-spoken, fair-haired man who works as a political analyst and writer. Amparo is petite and dark. She is the daughter of a prominent former Liberal Party senator, and she works for a government agency that is in charge of the "social reinsertion" of former guerrillas. Over the last decade, thousands of people who belonged to guerrilla organizations or militias have been persuaded to lay down their arms and rejoin civilian life. Dario was a member of the M19 guerrilla group, which voluntarily disarmed in 1990. Both he and Amparo are involved in grass-roots peace and reconciliation efforts. He has never spoken to me in detail about what he did when he was a guerrilla. He says only that he was involved with "propaganda and international activities -- political relations," -- and that the first thing he did after the amnesty was to buy a bathrobe. "For me, it was the best way to return to normal life. I had this notion of una bata de señor -- a gentleman's robe. The bathrobe seemed to me to be the ultimate symbol of tranquillity, an end to all the anguish. I still wear it."The payoff for the M19's demobilization was political legitimacy and, for a short time, real popularity as a political party. Some of its former members have become mayors, congressmen, and even senators. But, because it didn't achieve lasting power, the M19 is considered a failure by many guerrillas who are still in the field. Nevertheless, the transition that Dario and his friends made from gun-toting revolutionaries to peace-loving middle-class professionals is one of the few success stories in Colombia's recent history.The party was an intimate affair. A dozen middle-aged men and women, most of them also former members of the M19, gathered in the Villarnizars' small living room, which is decorated with Colombian, Nicaraguan, and Cuban contemporary art. At one point, Dario leaned over to me and whispered, "Practically the entire surviving comando superior -- the directorate of the M19 -- is in this room tonight." Vera Grabe, who was the only woman among the leaders of the group, was immediately identifiable because of her frizzy reddish-blond hair. Otty Patiño, one of the founders of M19, has gone bald and is much fatter than he was as a guerrilla. The guests sat on chairs that were pressed together in the little room, drinking Cuban añejo rum and Tennessee bourbon, and getting more and more animated as the night wore on. One former guerrilla told the story of how the comando superior had posed as nuns and priests and convinced the keepers of a rural monastery that they were there to have a "spiritual retreat," when in fact they were conducting a planning session. The man, who was pretty drunk, giggled and peppered his story with the expletive hijoeputa -- son of a whore -- every few seconds, and the other guests laughed with pleasure, as if they were characters in "The Big Chill," recalling their youth.Unlike FARC, which has traditionally represented the rural peasantry, the M19 drew many of its recruits from university students and the urban middle class. It specialized in dramatic actions, like the theft in 1974 of Simón Bolívar's sword from a museum in Bogotá and gained international notoriety in 1980 when it held a group of ambassadors hostage for sixty-one days in the embassy of the Dominican Republic. In 1985, during an impasse in negotiations with the government of President Belisario Betancur, M19 guerrillas seized the Palace of justice and held the entire Colombian Supreme Court hostage. The Army responded by destroying the building. More than a hundred people were killed, including eleven justices and thirty-five guerrillas. Hundreds more of the M19's members were killed by right-wing death squads over the next few years.The situation today is more complex than it was in 1990. There are more people fighting, and with better equipment. More blood has been shed, and more is at stake. Darío is guardedly optimistic about the chances for a renewal of Pastrana's peace process, but he also fears that there will be more war. The increased aid from the United States has made the Army feel triumphant for the first time in years, and it is going to want more military victories, which it can achieve with the new Super Hueys and high-tech weaponry and advisers. On the other hand, beefing up the Army could force the guerrillas to reconsider their options and make them more inclined to negotiate with the government. That is the optimistic -- perhaps overly so -- view.Gabriel García Márquez has been absent from the dialogue about the war for several weeks now. In August, he quietly left Colombia for his home in Mexico, and then went to Los Angeles, where his son Rodrigo lives and works, and where he was briefly hospitalized and treated. He has returned to Mexico City, which his brother Jaime says is "a better emotional climate" for his recuperation. Darío says that he and many other Colombians feel his absence strongly. "Right now we need someone with great moral and spiritual authority," he told me on the phone from Bogotá in mid-September. "Gabo is the one person who could go out and stand between the two sides shooting at one another and say 'No more,' and everyone would listen. If he could play that role, it would be a tremendous thing for Colombia.
--Jon Lee Anderson, Copyright 1999 The New Yorker