miércoles, 7 de octubre de 2009

Cómo se hizo Inca Kola


El imperio de la Inca. (en Etiqueta Negra N. 7)
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Por: Daniel Titinger
Sólo teníamos una semana y media para reportar y dos para escribir. Eso, cuando tu tema parece «importante», se convierte en un problema. Peor cuando los editores te dicen: «Queremos un texto de unas seis mil palabras». Nosotros éramos reporteros de día a día de un periódico. El texto más grande que habíamos escrito en nuestra vidas tenía, como máximo, mil palabras. Y seguro que nos habíamos demorado un par de semanas en investigar y escribir. Ahora nos pedían seis mil. «Y si da para más, escriban sin miedo», dijeron los editores. Nos habíamos reunido con los editores en un café del distrito de Miraflores, y empezamos a hacer cálculos en las servilletas: tres semanas y media para el deadline. ¿Acaso estaban chiflados?

Pero reportar en una semana y media no fue imposible. Hasta las paredes de Lima tienen información sobre Inca Kola. Cualquier dato que conseguíamos, lo escribíamos en un documento de Word, para que todo se pareciera y no anduviéramos cargando con revistas, folletos y libros. La escritura en dos semanas tuvo grandes momentos y escenas de angustia. La inspiración también puede tener cuatro manos, y la redacción fluir con soltura. Pero a veces sobraban dos manos y daban ganas de tirar la toalla. Eso sí: nunca nos peleamos.

La edición demoró otras dos semanas (lo cual también quiere decir que si los editores no fueran tan demandantes, hubiésemos tenido dos semanas más para escribir). No hubo muchos cambios, pero sí algunas preguntas. Responder fue más difícil que escribir.

Años después, este reportaje ha sido traducido al francés, al italiano e incluso al japonés, en revistas de varios países y hasta en un libro. Pero detrás de esta historia también se encuentra la aventura de dos periodistas jóvenes que emprenden el reto de escribir como no lo habían hecho antes: a cuatro manos y con el riesgo permanente de naufragar en un océano de información, o de no poder descubrir en él nada revelador. El punto de partida era inaudito y, por eso, tentador: Inca Kola, una gaseosa de un país tercermundista, le ganaba en ventas a la multinacional Coca-Cola. ¿Cómo se podía contar esa historia en seis mil palabras?

LOS DOCUMENTOS

Era una locura: por donde husmeabas, encontrabas litros de información sobre Inca Kola. Si escribíamos «Inca Kola» en un buscador de internet como Google, aparecían más de cien mil entradas. Si visitábamos el archivo de un periódico, no había cuándo detener la fotocopiadora. Una biblioteca: unos cuantos libros. Una librería: otros más. Nos habíamos puesto un plazo de tres días para conseguir todo sobre la Inca. Por suerte éramos dos, y juntos (en esta etapa aún no nos habíamos dividido el trabajo) llegamos a reunir –sin contar los libros– unas trescientas hojas A4 con letra pequeñísima para empezar a leer.

Era obvio que teníamos que informarnos para saber por dónde buscar, a quiénes entrevistar, qué preguntar, qué lugares visitar. La información escrita la leímos los dos (por separado) en dos días. La idea era juntarnos al tercer día siendo unos expertos en Inca Kola. Todo lo que se había escrito lo teníamos que saber. Todo. Historia antigua y reciente, la evolución de la publicidad, declaraciones de los funcionarios de la empresa, estadísticas de consumo, fanáticos famosos de la gaseosa, todo. No nos paralizó el hecho de saber que mucho de lo que se había escrito sobre «el fenómeno Inca Kola» habitaba en archivos extranjeros. Por ejemplo, una tesis de la Universidad de Harvard, el libro de un viajero inglés, el estudio de un instituto académico catalán. Juntamos esta información, la estudiamos en sus detalles y subrayamos los pasajes más importantes.

Pero la historia era aun más compleja: en ese plazo tan breve también debíamos convertirnos en especialistas en Coca-Cola, esa transnacional casi omnipotente a la que Inca kola había vencido en las estadísticas de venta en el Perú. Por eso debimos buscar libros, revistas y testimonios que nos dieran una idea más clara de ese otro «personaje en la sombra», la negra antagonista.

Una vez reunidas, las biografías de las dos empresas se podían leer de manera paralela: ambas gaseosas habían tenido un origen modesto, casi pueblerino; ambas compañías custodiaban celosamente la fórmula de preparación de sus bebidas; ambas eran producto del fenómeno cultural más poderoso del siglo XX: la publicidad. Parecían historias intercambiables, salvo por un detalle. Mientras la Coke era una transnacional que había rebasado todos los límites geográficos y políticos imaginables, la otra, la Inca, era una compañía exitosa dentro de las fronteras que le permitía un país pequeño como el Perú. Era la fábula de David y Goliat en los tiempos de Bill Gates. Y así empezamos a comprender la historia.

Después de tres días de revisar información y de estudiar las primeras ideas, nos reunimos y preparamos la agenda de trabajo para cada uno.

EL REPARTO DE TAREAS

Distribuimos el trabajo en seis tareas principales.

A Marco Avilés le correspondían tres. 1) Visitar restaurantes escogidos al azar y también por su importancia y, donde fuera posible, entrevistar al dueño o al chef. Por cultura general, todo peruano asume que Inca Kola cae muy bien con la comida nacional. Creímos que sólo los expertos en gastronomía podían confirmar esta suposición. 2) Entrevistar a Julio Hevia, uno de esos oráculos que la prensa siempre busca para hacerle preguntas sobre cualquier tema. La idea era inmiscuirse en el inconsciente peruano: ¿Por qué nos interesa tanto la comida? ¿Cuál es el valor sentimental de la gaseosa? 3) Buscar una entrevista con algún funcionario de Coca-Cola (entonces la transnacional ya era dueña de la mitad de Inca Kola, y pensamos que llegar a la Coke de alguna manera era llegar a la Inca).

Daniel Titinger cumplió las tres restantes. 1) Buscar emigrantes peruanos en el mundo –que añoraran a la Inca–, o a extranjeros que hubiesen pasado alguna vez por el Perú –y que hubiesen probado la gaseosa–. La idea era hacer un focus group de larga distancia. Buscar un amigo, que tuviese un amigo, que asimismo tuviese un amigo en alguna parte del mundo. Enviar e-mails. Saber si los peruanos extrañaban a la bebida amarilla. Saber si los extranjeros habían aprendido a quererla. 2) Buscar algún fanático en Lima, algún incakólico anónimo que no pudiese vivir sin tomar Inca Kola. Así podríamos elevar el gusto a la categoría de vicio. 3) Pactar una entrevista con los funcionarios de Inca Kola, la familia Lindley (los dueños de la otra mitad de la empresa).Nos dimos de plazo una semana, siete días para cumplir las tareas y, junto con la información documental, empezar a escribir. Si luego surgía algo nuevo e importante, lo incluiríamos en el reportaje. No había tiempo que perder.

LAS TAREAS (IN)CUMPLIDAS

Marco Avilés logró que el jefe de Relaciones Públicas de Coca Cola, Hernán Lanzara, nos lanzara una fecha tentativa para una entrevista en el fortín de la bebida negra. Lo malo era que la fecha casi coincidía con la fecha de cierre de edición de Etiqueta Negra, así que teníamos que empezar a escribir sin sus declaraciones. Ese lado institucional de nuestro reportaje era el que más problemas nos traía. Lo de Coca-Cola tenía que esperar y lo de Inca Kola parecía un completo fracaso: no nos querían responder ninguna pregunta.

La visita a los restaurantes fue muy positiva. Liliana Com, del chifa Wa Lok, nos dio pistas de por qué la Inca caía muy bien con la comida chino-peruana: el sabor dulzón de ambas las hacía una pareja inseparable. El chef Cucho La Rosa dijo más: la Inca Kola cae bien con todo. Isabel Alvarez, la socióloga y dueña de un restaurante que visitan miles de extranjeros, nos hizo pisar tierra: Inca Kola cae bien con todo, pero no le gusta a los extranjeros. Ése parecía un gran dato, porque los mails que recibíamos de extranjeros (unos veinte, en total) coincidían, en resumen, que la gaseosa tenía color a orina y sabor a chicle. Era como si nos dijesen que el cebiche del Perú sabe a ácido sulfúrico y el pisco de Ica a alcohol metílico. Además, Titinger dejó preguntas sueltas en internet, en cuanto foro on line encontraba. «Hola, soy Daniel Titinger, un periodista que está escribiendo sobre la gaseosa Inca Kola. ¿Alguien la ha probado? ¿Qué les parece?». Todos los días ingresaba a los foros para ver si habían contestado. Sin exagerar, fueron por lo menos unas cuarenta respuestas. Casi todas eran de dos tipos: los peruanos que vivían fuera extrañaban la gaseosa amarilla; los extranjeros que la habían probado alguna vez recordaban su mal sabor, no les gustaba. Inca Kola despertaba muchas pasiones. Y en nosotros una pista: ¿Acaso esa gaseosa sólo gustaba al paladar de los peruanos? ¿Sería por eso que los intentos por exportarla en grandes cantidades había fracasado? Como en los mejores casos policiales, este indicio pudo ser resuelto más adelante con un dato sintomático. Veinticinco operadores de Coca-Cola en todo el mundo habían realizado pruebas de sabor con Inca Kola para evaluar si esta bebida tendría éxito en el extranjero. Pero la gaseosa amarilla no gustaba afuera. Y por eso la pregunta seguía siendo un por qué. Estábamos en cuarentena.

El psicólogo Julio Hevia, en una primera entrevista, nos dio la clave de todo el reportaje: el peruano no puede vivir sin su comida, y con la comida, siempre, tiene que estar Inca Kola. Además, sobre la comida, nos entregó un dato que en el reportaje sería utilizado luego para entretener al lector: el peruano ve comida en todas partes, y nuestra jerga tiene que ver con el menú. Con él hicimos un juego de palabras: tetas-melones, traseros-queques. Fue divertido. Y fue más divertido que, tiempo después, este descubrimiento del reportaje (comida-jerga peruana) fuera utilizado por la agencia de publicidad de Inca Kola en un comercial de televisión.Mientras Daniel Titinger buscaba al fanático incakólico en Lima, llegó de casualidad a la casa de un sociólogo muy respetado, Guillermo Nugent. «No puedes dejar de hablar con Susana Torres», me dijo. En unas horas Titinger ya estaba hablando con ella, una artista plástica peruana que alguna vez se fue a vivir al extranjero, y que allí se dio cuenta de la enorme falta que le hacía una botella de Inca Kola. Se volvió adicta, iba a los supermercados latinos a preguntar por ella, a los restaurantes de peruanos y adonde la llevaran las pistas y la nostalgia. Titinger la entrevistó un par de veces y una tercera y una cuarta vez fuimos los dos a su casa de Chaclacayo, un distrito en las afueras de Lima, donde ella nos mostró los cuadros y esculturas que había creado con el motivo Inca Kola. De hecho, nos dimos cuenta de que ella debía ilustrar el reportaje y así lo hizo. La última vez que la visitamos fue el día después de una fiesta de presentación de Etiqueta Negra. Ella había ido y se había emborrachado de vino. ¿No era perfecta una comparación entre la resaca de una gaseosa y la resaca del alcohol? Susana Torres, lo supimos desde un principio, tenía que ser uno de los personajes principales del reportaje.

LA PUBLICIDAD

El sociólogo Guillermo Nugent me dio una segunda pista: Inca Kola sólo pudo derrotar a la Coca Cola gracias a la aparición de la televisión. Es decir, la Inca Kola no hubiese sido nada sin la publicidad. Como Marco Avilés andaba aún con los restaurantes (visitó unos quince en total, y la mayoría no fueron nombrados en el reportaje final), Titinger se dedicó a concertar entrevistas con todas las agencias de publicidad que por lo menos una vez hubiesen armado campañas de Inca Kola. Por suerte, sólo eran dos (la antigua y la nueva).

Conseguir entrevistas con ambas no fue difícil (¿qué periodista no tiene un amigo publicista?). El problema fue que la publicista de la primera agencia no quiso que diéramos su nombre porque estaba resentida con la nueva. Le habían quitado a la niña de sus ojos, a su gaseosa adorada (casi dorada) y se sentía muy mal. Qué ironía. Nos dimos cuenta de que ella manejaba más información publicitaria sobre Inca Kola que cualquier persona en el Perú, más que cualquier nueva agencia. La publicidad era importante porque siempre las campañas han relacionado a la comida peruana con la gaseosa. Y, para comprobarlo, reconstruimos la historia de la publicidad de inca Kola, la evolución de sus eslóganes, sus afiches y comerciales de radio y televisión. Hicimos lo mismo con la Coca-Cola. (Al momento de escribir, esto nos permitió contar la historia de ambas gaseosas de manera alternada, como una suerte de contrapunto). Pero ahora la pregunta obvia era: ¿A los peruanos nos gusta Inca Kola con nuestra comidas porque combina muy bien, o porque la publicidad ha sido muy buena?

LA ESCRITURA 1

Hasta entonces parecíamos un gran equipo. Salvo fallidas entrevistas con los funcionarios de Coca Cola e Inca Kola, nos iba muy bien con la investigación. Teníamos toneladas de información sobre la mesa de trabajo: libros, revistas, folletos, recortes de diarios, correos electrónicos, fotografías, entrevistas, testimonios. Pero se nos cayó el mundo encima cuando nos sentamos frente a la computadora. ¿Qué estilo predominaría? ¿El de Titinger o el de Avilés? ¿Quién de los dos se sentaría frente a la pantalla y escribiría? ¿No era mejor dividirnos la escritura por escenas e información? (Sabíamos de algunas parejas de autores que habían redactado de esa manera «independiente» sus textos, y nos atemorizaba que en nuestro reportaje se notaran las costuras o el cambio de estilo entre un capítulo y otro). ¿Acaso había que estar juntos todo el tiempo para escribirlo? ¿Por dónde empezaríamos y quién tendría la razón y sobre todo el mando? ¿Acabaría mal este matrimonio? Sólo teníamos dos semanas para escribir. Lo único bueno era que ambos habíamos renunciado semanas antes a un diario de circulación nacional, así que el desempleo jugaba a nuestro favor. Teníamos el día libre, y decidimos escribir en dúo. Los dos frente a la computadora. Un pedazo de pantalla para cada uno. Además, decidimos que lo mejor era crear un tercer estilo, un híbrido entre el suyo y el mío. Era simple: cada oración era estudiada y aprobada por ambos; cualquier idea o frase del otro que no nos gustara, podía ser borrada inmediatamente. Delete. Una vez que decidíamos la escena y elegíamos a los personajes, la gran cantidad de información que manejábamos hacía más fácil este trabajo de «ensayo y error». El nuevo estilo fue apareciendo con los primeros párrafos y sin que nos diéramos mucha cuenta de ello. La escritura se puede comparar al montaje de una película cinematográfica llena de cortes y constantes saltos de lugar y tiempo. Cada oración contiene un dato o una idea –y son pocas las excepciones retóricas–, donde la voz personal de los autores cede el paso al poder de la información.

Así nos sentamos en una computadora del departamento de Marco Avilés, discutimos un esquema inicial sobre la base de lo que habíamos conseguido, y nos pusimos a escribir, un rato cada uno en el teclado. Habíamos leído tanto sobre la Inca y la Coca, que la primera parte tenía que ser una lluvia de información. Que el lector se diese cuenta de que lo sabíamos todo y que sólo íbamos a contarle unas gotas de Inca Kola. La consigna era: seamos arrogantes con la información. Presumamos con información seleccionada. Era imposible aburrir con datos tan finos: la acumulación y el montaje apropiado de todos ellos empezarían a crear una atmósfera, una narración alocada y sin embargo muy organizada, muy pensada. La frase del inicio: «Color orina y sabor a chicle», había sido un mail que recibimos desde quién sabe qué lugar. Era efectista, graciosa, y rompía con paradigmas nacionales. Por eso la usamos. ¿Qué tan inmensa era Coca-Cola? ¿Qué tan insignificante era Inca Kola? Y luego de la acumulación de datos en una enumeración encantatoria, había que sorprender con el cierre bíblico del primer párrafo: David le ganó a Goliat.

LOS LINDLEY Y LA COCA-COLA

Escribíamos de nueve de la mañana a ocho de la noche, todos los días, con un descanso para almorzar. A veces uno de nosotros conseguía un nuevo dato (por ejemplo, la encargada de prensa de una compañía que trae cantantes internacionales a Lima, recordaba que Fito Páez, Carlos Santana y Celia Cruz habían probado la Inca), y dejaba al otro en trance frente a la máquina mientras iba a buscar esa información de primera mano. Normalmente, el trance de uno era borrado a la llegada del otro. A estas alturas estábamos convencidos de que cuatro manos piensan mejor que dos.

Recién estábamos armando la escena del chifa Wa Lok cuando Lanzara, el funcionario encargado de la imagen de Coca-Cola, aceptó recibirnos en su oficina. Sus «declaraciones» (porque fue una entrevista muy institucional, y nunca llegó a ser una conversación) sólo nos sirvieron para confirmar datos. ¿Por qué Coca Cola compró Inca Kola? ¿Fue para arruinarla, como dicen algunos? ¿Piensan expandir la amarilla en el mundo? A veces la información era valiosa, pero si de algo nos sirvió esa visita fue para encontrar una escena final para el segundo capítulo. Abandonábamos el edificio cuando descubrimos, al frente, un restaurante de Coca-Cola que tenía la forma circular de una chapa. Ya sabíamos que Inca Kola era la reina de la mesa peruana, y fue sintomático descubrir que, a la hora de almuerzo, el restaurante de la Coca-Cola en Lima estuviese vacío.

Sólo escribíamos, escribíamos, escribíamos. Siempre pensando en incluir escenas que habíamos apuntado para no aburrir con tanta información. Susana Torres era una gran excusa para escenificar. Cualquier entrevista, ahora que lo pienso, era una gran excusa para escenificarla. El reportaje tenía tanta información, que sin escenas no nos hubiese leído ni el corrector de estilo de la revista. Eso sí: fuimos extremadamente obsesivos. Avanzábamos bloque a bloque, sin saltearnos nada: no escribíamos otros capítulos sin haber resuelto el anterior. Peor aún: sabiendo cuál era el capítulo que estábamos por escribir. Por suerte, los editores de Etiqueta Negra respetaron nuestro orden.

Andábamos en la primera escena de Susana Torres, cuando Titinger recordó que tenía un amigo de la familia Lindley, los fundadores de Inca Kola. Si lo recordó tan tarde fue porque el amigo no llevaba como primer apellido Lindley sino García: la última en recibir el apellido Lindley había sido su madre. Igual, él nos puso en contacto con los Lindley, no con los funcionarios de alto nivel pero sí con quienes alguna vez tuvieron poder dentro de la empresa, antes de la llegada de la Coca-Cola. Ninguno quiso dar su nombre. Obvio: aún reciben mensualmente algo de dinero.

También gracias a García pudimos llegar a Ernesto Lindley, su tío. Un ex militar encargado, entre otras cosas, de las «visitas guiadas» a la fábrica de Inca Kola. Las visitas tenían un cronograma, y la última sería a unos estudiantes universitarios. García nos prometió pedir a su tío Ernesto que nos ponga en esa lista. Lo logró. Gracias a esa gestión resolvíamos un gran problema: no teníamos cómo contar la historia de Inca Kola, y se nos hacía muy aburrido escribir un capítulo de fechas y más fechas sin ninguna escena. Es decir, ¿cómo se puede narrar la biografía de una empresa, de una institución, sin que los números y las fechas asfixien el relato? Ser testigos de las explicaciones y de la visita guiada de Ernesto Lindley por la fábrica de Inca Kola fue la solución escénica. Antes de la visita guiada, Lindley expuso durante un largo rato, fecha por fecha, el pasado de la bebida amarilla en el Perú. Fue una explicación aburrida, pero necesaria. Todos los alumnos de la universidad bostezaban, y el ex militar seguía al frente, erguido, con un puntero láser en la mano explicándonos lo que quizá para él tenía mucha importancia. ¡Era un Lindley! Y estaba hablando de sus ancestros.

LA ESCRITURA 2

Luego de la visita a la fábrica de la Inca, cuando creíamos que teníamos todo resuelto, vino el mayor problema: nos quedamos sin ideas. Perdimos la brújula. Justamente nos tocaba escribir el capítulo histórico y cualquier frase nos salía peor que la otra. Buscábamos atraer al lector, y lo que estábamos haciendo era mucho más aburrido que la exposición en la fábrica. El momento trágico fue cuando durante tres días escribimos unas mil quinientas palabras de ese capítulo, y al cuarto día decidimos borrarlo todo. Era horrible. Un espanto. Había que relajarnos. Nos quedaban sólo cuatro días para la fecha de cierre.

Fuimos a una tienda de la esquina a compramos dos botellas grandes de Inca Kola, algunos cigarros, y empezamos a conversar sobre cualquier cosa. A Titinger le dieron un poco de náuseas, y a Avilés le vino a la cabeza algo que había leído. Se trataba de una enciclopedia de botánica donde se explicaba que la verbena, una planta que es uno de los posibles ingredientes de la Inca Kola, en dosis excesivas, provoca el vómito. Sólo había que jugar un poco con las palabras y hasta podía resultar algo gracioso que parodiara el posible celo con que la compañía guardaba su fórmula secreta. Estábamos en blanco con uno de los capítulos, pero empezamos a mejorar otro, el de los ingredientes para hacer la bebida amarilla. Nos gustó el resultado y recién entonces despertamos: «Afuera de la planta embotelladora de la Inca, el antiguo distrito del Rímac sobrelleva su rutina castigado por el río inmundo que le da su nombre». Esa primera oración fue de Avilés. A los dos nos gustó. Luego se nos ocurrió burlarnos del propio aburrimiento de ese capítulo. El expositor de la fábrica era perfecto para escenificar el aburrimiento, y dar fechas y más fechas sin que el lector nos cambiase de canal. Cuando terminamos de escribir este capítulo, ya sabíamos que el reportaje estaba dominado. Lo demás sería más fácil.

P.D. Ese capítulo casi le cuesta un amigo –García– a Daniel Titinger. Gajes del oficio.

LOS EDITORES Y EL BLOQUE FINAL

Aún acostumbrados a los cierres diarios de un periódico, nuestra disciplina parecía un asunto militar: entregamos el texto en la fecha prevista. Los editores de ese entonces –Julio Villanueva Chang, Toño Angulo Daneri–, sin embargo, creyeron que el reportaje necesitaba una tesis a la siguiente pregunta: ¿Podría el Perú sobrevivir sin la Inca Kola? Al principio creímos que era puro capricho de ellos, pero luego, cuando lo escribimos, nos gustó y sentimos que adquiría total sentido. Ahora, al leer ese capítulo final, vemos que su narración es diferente a la del resto. Quizá fue porque lo escribimos a las dos semanas de haber dejado el texto en manos de los editores de la revista. Ya habíamos perdido distancia con respecto a él. Aun así, es un cierre que recupera todas las ideas que aparecen a lo largo del texto y las revive con un tono muy sentimental. Después de todo, se trataba de la historia de un país tercermundista cuya gaseosa, amarilla y melosa, había derrotado en terreno local a la gigantesca transnacional Coca-Cola. Y este triunfo parecía no importarle a casi nadie en el extranjero. Color orina y sabor a chicle. ¿Acaso no era un melodrama?

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