martes, 18 de agosto de 2009

La víctima del paseo

Alberto Salcedo Ramos

Tomé el taxi en el centro, a las nueve de la noche.

Una excesiva confianza, sin duda un lastre de mi formación rural, ajena a las paranoias, no me permitió ver aquello como una imprudencia.

Cuando le di el nombre del barrio al cual debía conducirme, el tipo me preguntó por dónde nos íbamos y yo le indiqué que por la carrera 30.

—¿Por dónde quiere que cojamos la 30? —inquirió entonces, con un tono amable.

Le contesté que por la calle 26, y no me incomodó que hablara sin mirarme, ni que su carro estuviera tan destartalado.

Mientras escribo, pienso que abordar un taxi de noche —o inclusive de día— en cualquier calle bogotana, nos convierte en jugadores de ruleta rusa: sólo nos queda el recurso defensivo de esperar, a veces con ingenuidad, a veces con soberbia, que no nos toque a nosotros, precisamente a nosotros, el tiro fatal. Algo similar deben de pensar los muchos taxistas decentes y honrados que todavía quedan, quienes también arriesgan su vida, sin más armadura que la necesidad de conseguir el pan y una estampita de la Virgen.

Nada de eso pasó por mi mente mientras avanzaba el viejo carro. El conductor sólo abría la boca para preguntar cosas puntuales relacionadas con la ruta: “¿A la izquierda o a la derecha?”.
Cuando le respondía, lanzaba frases como “muy bien, señor”, o “estamos para servirle”.

A seis cuadras de la casa, en una calle estrecha en la que habita un militar, el tipo me soltó una pregunta extrañísima, pero ni siquiera eso activó mis precarias alarmas.

—Entonces qué: ¿me devuelvo?

—No, siga derecho.

—Ah, yo pensé que tenía que devolverme.

Esta última frase fue aun más rara y sólo ahora percibo que fue pronunciada con ansiedad.
Siempre había visto severamente custodiada la calle en la que reside el militar. Pero esta vez estaba vacía. Al final de la cuadra, frente a un solar oscuro con pretensiones de parque, hay un reductor de velocidad, de esos que en Colombia llamamos policías acostados. Allí se detuvo el conductor, simulando que el carro se le había apagado. En ese instante vi con nitidez lo que se avecinaba. Pero ya era tarde. Dos hombres corpulentos se abalanzaron sobre las puertas traseras del carro y antes de que pudiera reponerme de la sorpresa, estaban adentro.

Golpes de pecho

Lo primero que hizo el que se acomodó a mi izquierda fue pegarme un bofetón, que todavía me arde, en el centro de la cara. El otro me sujetó las manos y me ordenó que me escurriera en el asiento. El taxista volteó el rostro hacia mí por primera vez y lo que vi me pareció grosero: el hombre mascaba chicle con un desenfado que ni siquiera era teatral, calculado para intimidar, sino absolutamente espontáneo.

Espontáneo fue también el grito que solté, un quejido ruidoso que exacerbó a mi vecino de la izquierda. Con un nuevo pescozón que hizo saltar mis lentes por el aire, me indicó cómo quería que me comportara a partir de ese momento: nada de bulla delatora, nada de dármelas de avispado llorando fuerte para que me oyeran. Pero mi llanto no tenía que ver con estratagemas sino con pavor físico, y por eso no había manera de controlarlo. Ni siquiera con la pedagogía brutal de las bofetadas. El sujeto de la derecha, más rollizo que los otros, aplastó su mano áspera en mi boca y me dijo que ya estaba bueno de niñerías. Si seguía llorando, me advirtió, no me iban a dar más golpes sino que se verían obligados a matarme.

—Bueno, hijueputa —intervino el más rudo—: ahora quiero que cierre los ojos y como los abra, se muere.

—Es que estas gonorreas —dijo el gordo, con un tono de odio visceral— se meten a sapos y ni para eso sirven.

—Ni para eso sirven —repitió el chofer, como si estuviera aprobando la frase más genial que hubiera escuchado en su vida.

Comprendo muy bien lo que quisieron decirme al llamarme sapo: yo no sólo había desafiado su imperio al tomar un taxi en la calle un viernes por la noche, sino que además lo había hecho de la manera más ostentosa posible. Iba ataviado con una chaqueta de cuero que cualquier modisto de la alta costura habría descalificado de tajo, pero que ante los ojos de ellos debió de prestarme el semblante del heredero de un magnate que se hubiera extraviado de su escolta.

De nada habría valido explicarles que esa chaqueta la compré en promoción, que el reloj, como todos los relojes que he tenido en la vida, me lo regalaron y que yo no fabrico teléfonos celulares sino que tan sólo utilizaba el que tenía como herramienta de trabajo. Otra cosa era el bolígrafo, un mont blanc lustroso que, aunque también recibí como obsequio, me hacía ver, no sin razón, como alguien que se exhibe cruelmente, con sus chucherías inútiles pero caras, frente a una galería de seres humillados.

La culpa, pues, era mía. ¿Acaso creía que podía engañarlos atribuyéndome el síndrome de la pobre viejecita? Lo único que importaba era que yo estaba allí, en aquel taxi ruinoso, con una pinta de animal presumido que no respeta las leyes de la selva. Si no era rico sino apenas un remedo de rico, peor para mí, no para ellos. De malas si me metí a sapo y ni siquiera para eso sirvo, porque, según se deduce de su amargo reproche, un sapo que se considere debería tener por lo menos una pistola para defender su sapería, en vez de llorar como señorita.

Entendámonos: es un atraco

Antes de notificarme que se trataba de un atraco, indagaron por mi nombre y mi profesión. El taxista recibió la información con una exclamación triunfal.

—¡Esos periodistas ganan plata!

El gordo me preguntó a continuación si tenía cuenta de ahorros y, cuando le dije que sí, me indicó que si les daba la clave y me portaba bien, no me pasaría nada malo. El vecino de la izquierda al parecer juzgó inconveniente el tono consolador de la advertencia de su amigo:

—¡Cómo que no le pasa nada malo! —tronó, salpicándome la cara con su tufo de aguardiente—. ¡Este hijueputa se muere! ¡Yo mismo lo mato ya si no me colabora!

Les dije que si la única razón para matarme era que no les colaborara, podían estar tranquilos. Gemí, mencioné a Dios, invoqué a mis hijos, y en las tinieblas me sorprendió que aquella voz, mi propia voz, no sonara tan débil, como si saliera de una boca menos asustada que la mía, que a última hora intentara salvarme ordenando los destrozos de mis argumentos sentimentales y expulsándolos a borbotones.

La exclamación infame que soltó el chofer después de mi alegato, me recordó que ninguno de ellos estaba en el plan de conmoverse: “¡Bingooo: tiene hijos!”.

—¿Y cómo se llaman? —preguntó el de la derecha.

—¿Qué?

—Sus hijos. ¿No acaba de decir que tiene hijos?

Dije sin titubeos los primeros nombres que se me ocurrieron.

—Uy, hermano —repuso el gordo—: a los niños a veces les pasan cosas muy malas. Sobre todo a las niñas. Por eso es bueno que los papitos no se metan a brutos.

Desde la izquierda del asiento partió un nuevo porrazo, que se estrelló contra mi cara. No tardé en descubrir el motivo.

—¡Cierre los ojos, hijueputa!

El vecino de la derecha también se impacientó y descargó un puñetazo sobre mi hombro.

—¿Qué le pasa, malparido? ¿Nos piensa sapear o qué? Como vuelva a abrir los ojos, se muere.

Mientras de un lado me levantaban de la silla para sacarme la billetera, del otro surgía una voz que averiguaba la dirección exacta de mi residencia. Cuando entregué la información, uno de ellos dijo: “okey, vamos a ver si apuntamos eso”.

—¿Y el teléfono? —preguntó el chofer.

Otra vez el dato solicitado. En seguida, la repetición silabeada del que aparentemente estaba anotando.

Después habló el gordo. Lo hizo en un tono reflexivo, íntimo, como si estuviera solo en el carro.
—Este man no tiene ni una prenda.

—¿No le gusta el orito? —preguntó el chofer.

Dije que no y además les imploré que fuéramos pronto al cajero, a ver si después me hacían el favor de soltarme con vida.

El tipo de la derecha escupió una respuesta compasiva, con una risita que, más que irónica, se me antojó didáctica.

—El man no quiere entender que está es atracado. ¡Venir a preguntarnos que por qué no hacemos las cosas cuándo él diga!

Manual del inerme

De pronto, el tipo de la izquierda me tomó por los hombros y me hundió desesperadamente en el asiento, al tiempo que se dirigía al chofer.

—¡Pilas, mijo, déle duro! ¡Déle más duro!

Cuatro manos jalaron mi chaqueta por el cuello, y con ella me cubrieron el rostro. Sentí que no me estaban tapando la cabeza sino que me la estaban tronchando. Me sentí ahogado, reducido. Sentí que ni la muerte misma podía ser peor que aquella asfixia que me oprimía el corazón. Y los tipos seguían tironeando la chaqueta. Sus voces sonaban angustiadas.

—¡Rápido, huevón!

—¡Como grite, se muere!

—¡Cuidado abre los ojos!

—Si se forma un tiroteo, la policía no va a sufrir. El primero que lleva del bulto es usted.

—¡Déle más rápido!

—¡Ya, hermano, ya, no acosen tanto! Ese taxi es de los nuestros.

—¿Está seguro?

—¿Ustedes no ven?

—Sí, sí, ese es El Indio.

—Y nosotros asustados casi ahogamos al pobre man.

—Vamos a aprovechar de una vez para bajarlo de la chaquetica y que respire.

Cuando finalmente me quitaron la chaqueta, volvió el aire. Lo aspiré con urgencia, con gratitud, y me dije que mientras contara con él, no resultaba tan malo estar vivo.

—Es que ahora hay mucho taxista sapo y uno tiene que estar pilas con ellos —anotó el gordo, asumiendo, una vez más, su tono de vocero intelectual del grupo—. Se creen que son la ley, esas hijueputas gonorreas.

El menos hablador de los tres, mi vecino de la izquierda, sacó entonces de su manga un as envenenado con el que yo no contaba.

—Bueno, amigo, vamos a ver si nos repite la dirección de su casa.

—¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! —exclamé aterrorizado.

—No nos interesa ir allá —ilustró el otro—. Esto lo hacemos es por si de pronto usted se tuerce y nos sapea con la policía.

—¿Que no vamos a ir? —terció el más violento—. Vamos allá y le damos plomo hasta al más hijueputa. Espere y verá.

Señalé que podían hacerme todo lo que quisieran, pero que por favor no se metieran con mi familia. Y añadí que estaba tan dispuesto a colaborarles que les había dado la dirección de mi casa.

—Sí, y nosotros la apuntamos —observó el chofer—. Pero queremos asegurarnos.

—Repítala, huevón —chilló el de la izquierda.

Como la dirección que les di en ese momento no coincidió con la que les había entregado antes, descargaron sobre mí su más variado repertorio de golpes.

—Ah, no, hermano —dijo el de la izquierda, irritado como siempre— este man nos está es faltoneando.

—A este hijueputa va a haber que matarlo es ya.

—Ah, ¡y encima de todo, la gonorrea me está mirando!

Utilizando alguno de sus dedos como daga, el hombre me mandó un zarpazo criminal. No atinó en el ojo abierto, como pretendía, pero me dejó un arañazo en la ceja izquierda. Y profirió la enésima amenaza con su aliento de alcohol destilado en las alcantarillas: “la próxima se lo saco, malparido”.

Lo más doloroso del paseo es ese montón de oscuridad que pesa sobre los ojos y nos hace sentir humillados. Al cerrarnos los ojos, el verdugo nos arrebata la posibilidad de calibrar sus intenciones, de intentar manipularlo. Con las glándulas disminuidas y los brazos maniatados, te tienen a su merced. Sólo te dejan un par de orejas que, como podrás imaginarte, no son un arma contra ellos sino contra ti mismo, porque en las tinieblas magnifican el horror de cada palabra que escuchas. Queda todavía la opción de tu propia palabra para defenderte. A veces el instinto hablará por ti. A veces lo hará el cerebro. En todo caso, nunca sobra aclarar que no te interesa identificar ni delatar a nadie, ni impedir que te roben, sino apenas seguir vivo. Si eres un fiambre convincente, es posible que cuando despegues los párpados por simple pánico, sólo te quede un feo rayón sobre la ceja y no un ojo descuajado.

El último recurso

Cuando volví a entregar la dirección y el teléfono, ya conocía la lección: tenía que grabarme los datos, para no equivocarme de nuevo.

El hombre de la izquierda se bajó del carro, para despacharse felizmente con mi tarjeta, en algún cajero electrónico. El gordo me advirtió que como intentara escapar, ahora que él se había quedado solo en la parte trasera del taxi, me volaría los sesos. Ni entonces, ni antes, ni después, percibí que estuvieran armados. De lo que sí estoy absolutamente seguro es de que no lo necesitaban.

Muy pronto se desvaneció el alivio que me produjo la marcha del más hostil. Cuando los otros dos empezaron a pasearme, vi con claridad que teniendo la tarjeta y la clave, mi vida ya no les importaría ni cinco. Si me dejaban vivo, pensé y lo dije en voz alta, sería un regalazo que Dios les iba a reconocer. Les pregunté que por qué, si el compañero ya se había bajado, seguían conmigo en el carro. “Por que no somos huevones”, respondió el taxista. Lloré, dije que me quería morir y que si me salvaba de ese trance, quizás terminaría ahorcándome. El taxista habló de nuevo:

—No, viejito, tampoco así. Ese es el problema de la gente como usted, que ni siquiera saben lo que es el maltrato y ya se están es quejando. Usted no ha visto nada, mijo.

—Nosotros somos ladrones, papá, no asesinos —dijo el gordo, con un tono de dignidad ofendida—. Aquí los únicos que se mueren son los que no colaboran, y usted se ha portado bien.

—Ya estamos terminando —observó el taxista—. No se meta a bruto a última hora y verá que no le pasa nada.

—Pero si ustedes dicen que estamos terminando, ¿para dónde me llevan?

—Ay, hermano, ¿se va a poner cansón?

—Tenemos que dejarlo en la puta mierda. ¿Qué tal llevarlo a un barrio con gente y que usted se nos rebote o empiece a gritar?

Creo que de no haberse bajado el energúmeno de la izquierda, el tono consolador de sus dos compinches, que me procuró un cierto descanso, no se habría presentado.

—¿Usted sabe por qué hacemos esto? —preguntó el chofer—. Porque hirieron a uno de los de la banda y necesitamos reunir tres millones de pesos esta misma noche.

—¡Somos una mano de desempleados! —dijo el otro.

Aquel fue el momento menos dramático de la velada. Pero también el de mayor cinismo.

Ese cinismo se hizo evidente cuando el gordo introdujo su mano en el bolsillo de mi camisa y me dijo que tomara esos 10 mil pesitos para que pagara el taxi de regreso hacia la casa. Le expresé el temor de que el próximo taxista me atracara también, y su respuesta, que intentaba ser tierna, se convirtió, sin que él se lo propusiera, en una joya legítima del humor negro.

—Noooooooo, cómo se le ocurre. ¡Nosotros le cogemos las placas a ese hijueputa!

Luego colocó un objeto frío sobre mi mano derecha.

—¿Qué es eso?

—Las gafas, huevón. ¿Ya se le olvidó hasta que usa lentes?

Aprovechando tanta camaradería, les supliqué que me dejaran la cajetilla de cigarrillos, en la que recordaba tener todavía tres unidades.

—Ah, no, ahí si no. Pierda siquiera una. Nosotros también fumamos.

Hoy debo decir con absoluta crudeza que no les deseo nada piadoso.

Pero en el momento en que me soltaron, en la carrera 30, hacia el sur de la ciudad, experimenté por ellos una intensa gratitud. Si no les di la mano y los invité a desayunar al otro día, fue porque me faltaron arrestos. Parado en aquella calle solitaria, infeliz y acalambrado, sabía muy bien que aún no era prudente cantar victoria. Lloré otra vez. No se me ocurrió mirar a la luna. Y pensé que en este país estamos tan jodidos que al final el único recurso que nos queda es darles las gracias a los canallas.

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