martes, 18 de agosto de 2009

Esther Farfán. La primera

Pasó a la historia por ser la primera mujer que se desnudó en el cine colombiano. Por su belleza y por su atrevimiento, marcó una época como modelo y se convirtió en diva.

Por ALBERTO SALCEDO RAMOS

El que quiera verla desnuda debe ir a los archivos de los periódicos y revistas de los años 70. Porque hoy sólo está interesada en vestirse muy bien.

Para justificarse, dice que en su época de esplendor como modelo, Colombia era un país mojigato en el cual resultaba provocador quitarse la ropa, mientras que ahora, por obra y gracia del abuso, el recurso es inofensivo. Y así no le sirve.
Esther Farfán advierte, además, que a sus 56 años ella no se presta para que la retraten en actitud de quinceañera al lado de jovencitas que se mueren de la risa porque no tienen nada que arriesgar. Como hace bastante tiempo no posa, teme que la cámara, que tanto la amó en el pasado, la desconozca.Viéndola tan apacible en el sofá, con su pantalón negro que le queda holgado y su suéter gris de cuello alto, uno juraría que está esperando al sobrino preferido para celebrarle la primera comunión. El contraste con la foto que me muestra – su propia foto – no podría ser mayor: esta otra Esther Farfán, de jean apretado, tiene los senos al aire libre y parece un animal de monte a la expectativa.
Aún hoy su belleza es inquietante: su encendida piel morena amenaza con quemar todo lo que esté cerca. Y sus ojos, negros y hondos, te ahogan sin dolor. Frente a su cuerpo exuberante, que parece tallado en una fragua al rojo vivo, ningún aburrimiento tendría sentido, ningún suicidio sería respetable. Como si fuera poco, suelta frases divertidas y agudas.“Mi estilo”, dice, pasando los dedos por su cabello recién bañado, “nunca ha dependido de lo que me quito ni de lo que me pongo, sino de ser yo misma. Desnuda o vestida de monja, no dejo de ser Esther Farfán”.
En los años 70 se convirtió en el tema de moda, cuando apareció con el torso descubierto en la película “Amazonas para dos aventureros”. Luego protagonizó “Esposos en vacaciones”, en la cual se destapó totalmente. El escándalo llego al clímax. Pero, ¿quién dijo miedo? Un día en que se sintió hostigada por una horda de fotógrafos, decidió que debía reaccionar con energía para delimitar su territorio. Entonces, como una serpiente coral que apela al encanto de sus colores para inmovilizar a su presa, se desabotonó la blusa y les mostró los senos.
Su irrupción en el panorama nacional fue aliento fresco y bofetada al mismo tiempo. En una sociedad que vivía cubierta desde los tobillos hasta el cuello, como escondiendo una vergüenza, ella se exhibía sin pudores. Además, decía que los pecados no empiezan por el cuerpo y proponía en voz alta el sexo prematrimonial y el destierro del brasiere. Hoy, cuando hay más moteles que iglesias y más precocidad que aspavientos, sus declaraciones de entonces quizás parezcan un juego de niños. Pero miradas en su contexto, revelan su carácter precursor y su coraje.
En aquella época era difícil para los hombres conservar la seguridad frente a una mujer que no soñaba con un príncipe azul para envejecer callada al lado de él, sino con un tipo que le dijera ocurrencias inesperadas, la hiciera reír mucho y no fuera a decepcionarla en el primer beso.
El actor Rodrigo Obregón la describe como “la primera valiente que siempre se necesita”, y señala que pretender imponerle ataduras sería como tratar de amarrar un huracán con una soga.
“Cuando Esther surgió”, agrega, “los chicos de mi generación sólo habíamos visto modelos de mentira, mujeres mustias encarceladas por trapos, que nos engañaban con su manera de vestir. Lo que Esther nos enseñó en su momento no fue el cuerpo sino la verdad”. “Ay, sí, ¡yo he sido linda desde chiquita!”, exclama ella ahora, sentada en el sofá, mientras me muestra una foto en la cual está vestida con boina y falda escocesa. “Me seduce la inteligencia pero amo la belleza física. Yo dije alguna vez que tener buenas piernas no estropea el pensamiento. Además, acuérdate de que la verdadera revolución femenina no se logró con tratados, sino cuando la mujer dijo: soy la dueña de mi cuerpo y me visto o me desvisto como quiera. A partir de ese día, el mundo cambió para siempre”.

***
A finales de los años 60 Esther Farfán comenzó a estudiar terapia ocupacional en la Universidad Nacional. Sus condiscípulos la recuerdan como una persona muy callada, en parte por los convencionalismos propios de la época y en parte por la crianza severa que recibió.
A Nubia Martínez, ex compañera de clases, nunca le sorprendió que Esther hubiera trascendido por su hermosura, pues siempre la consideró una versión mejorada de Nefertiti, la reina egipcia. Lo que sí le asombró es ver cómo la amiga tímida se convirtió en símbolo del atrevimiento. “Ella se retiró de la universidad y nosotros le perdimos la pista durante un tiempo”, cuenta Nubia. “Así que cuando la vimos posando insinuante en la portada de una revista, recibimos un impacto fuerte del cual tardamos para reponernos”.
Esther Farfán era retraída, en efecto. Se volvió segura cuando supo que tenía una química especial con la cámara: en cada fotografía no sólo se sentía retratada, sino también mimada. De repente, gracias a las fotos, había dejado de ser pequeña – mide 1;62 – y se había transformado en una criatura colosal, más grande que su entorno. En ese momento comprendió que además de bonita resultaba interesante, porque reunía en su sola figura las imágenes del colibrí y del halcón.
Tenía una sensualidad que le brotaba por todas partes de manera espontánea. No era la típica pose vulgar de la mujer que juega a ser fatal o vampiresa, sino una fuerza natural al mismo tiempo bruta y refinada.
“Y sobre todo”, dice Abdú Eljaiek, el fotógrafo que la descubrió a finales de los años 60, “tenía esa piel morena refulgente, única, sobre la cual se han escrito tantas páginas”.
La piel, justamente, fue la atracción principal de uno de los trabajos publicitarios que Esther Farfán más recuerda de su experiencia como modelo. Fue en España. Sobre un cerro de nieve aparece ella, sentada con un bronceador entre las manos. Tiene un bikini amarillo cuyo contraste con el blanco del hielo y el tono cálido de su cuerpo, es de infarto. El texto de la foto es contundente: “a pesar del crudo invierno, yo no he perdido mi color”.
Sus amigos de adolescencia aseguran que el modelaje le dio personalidad. Por eso, cuando se entrevistó con Pierre Cardin, aunque sabía muy bien que con su estatura no debía apuntarle a las pasarelas, derrochó seguridad. Sin rodeos, le dijo al diseñador francés que ella no había nacido para lucir su ropa pero sí para modelar sus accesorios. Y en seguida, fue contratada.
***
Esther Farfán surgió en una época en que el modelaje era casero, no industrial. Las modelos asumían con entereza lo que les sobraba y lo que les faltaba. No se inflaban ni se succionaban, ni había computador que retocara sus imágenes. A menudo tenían que costear su vestuario y su maquillaje, peinarse ellas mismas y ayudar al fotógrafo a cargar las luces. Incluso ella recuerda que en sus comienzos le tocó posar en la calle, en pleno centro de Bogotá, como un maniquí que revivía cada 15 minutos, para entrar en el almacén y cambiarse de ropa.
Hoy, cuando se le pide resumir su vida en una sola palabra, Esther Farfán no lo piensa dos veces: coraje. “Nunca ahorró esfuerzos para luchar por lo que quería”, dice Nubia Martínez.
Todavía en aquellos tiempos las mujeres colombianas eran entrenadas para casarse pronto, complacer al marido aunque no lo mereciera y gobernar la casa de puertas hacia dentro. Con su hermosura, Esther habría podido conseguir un buen partido, como se decía entonces, un hombre que produjera mucho dinero mientras ella se peinaba o tomaba el té. Rechazar ese destino no era simplemente ejercer una libertad individual: era también desafiar las normas, enfrentarse a la sociedad. Y para eso se necesitaba valor.
Lo que la motivaba era el riesgo. Por eso, cuando se sentía más a gusto en su condición de primera diva de Colombia, cuando más disfrutaba con el furor que ocasionaban sus provocaciones, hizo maletas y se marchó para Europa en un barco que abordó en Cartagena. Renunció a un país donde lo tenía todo y se fue a empezar de cero en una tierra donde no era nadie. Se sometió sin temor a oficios que le eran ajenos, como cuidar niños y actuar en fotonovelas de Corín Tellado, mientras esperaba su momento.¿Consiguió lo que buscaba? ¿Fracasó?“Di esa pelea en tierra extraña y no me arrugué”, responde. “Y en cuanto a lo profesional, ahí está el trabajo que hice para que lo evalúen”.
Esther Farfán actuó junto a Silvia Krystel en la película “L’Margie”, rodada en París, y participó en “Cocaine cowboys”, filmada en Nueva York y protagonizada por Jack Palance y Andy Warhol. Por otra parte, posó para las revistas “Vogue”, “Queen”, “Mode International” y “Marie Claire”.En el exterior conoció a Andrew Loog Oldham, el productor musical que lanzó a los Rolling Stones al estrellato. Se casaron en 1977 y aún siguen juntos. Viven entre Nueva York, Vancouver, Londres y Bogotá. En 1982 tuvieron un hijo, Maximillian, que hoy estudia en Los Ángeles.

***
“Me imagino que quieres hablar de mi edad”, afirma con sorna, mirándome fijamente. “Dale, que yo a ese tema no le tengo miedo. A veces hasta me aumento los años para que mis amigas digan: ¡wuaoooo, tienes que darme el secreto!”Esther cuenta que se percató del paso de los años cuando los muchachos empezaron a llamarla “señora”. En principio, aquello le incomodaba. Tal vez porque en el fondo pretendía que un mito como ella fuera inmune al envejecimiento. Un día dejó de pensar en su propia imagen y se dedicó a contemplar al ser humano. Entonces notó que el tiempo le había dejado huellas. Sin embargo, la nueva mujer que le mostró el espejo no le inspiró desilusión sino amor. Se vio magnífica con su piel lustrosa, habitando un espacio que valía la pena, aspirando un aire que no la asfixiaba. Las canas y las bolsas pequeñas debajo de los ojos eran apenas simples accidentes de una belleza que aún se conservaba. Una belleza que nunca había aspirado a ser perfecta sino aplastante.
El tiempo también se hace sentir a veces cuando ella está en su bicicleta estática. De pronto, excitada por el ejercicio, tiene la sensación de que va manejando a una velocidad endiablada. Las agujas del tablero la aterrizan en la realidad.“Si a mi edad me mirara todavía como modelo”, dice, “estaría muerta de miedo. Pero el caso es que ya no soy modelo. Estoy agradecida con la ley de gravedad porque ha sido generosa conmigo, pero sé que un día se va a llevar para el piso lo que durante tanto tiempo me ha perdonado. Y necesito estar viva cuando eso ocurra”.
A continuación afirma que se merece ser testigo de su propia vejez y por eso desea llegar a los 90 años. Por ahora, se asoma al espejo sin ningún complejo. Los espejos, a propósito, siempre le han gustado, porque más allá de alimentar la vanidad permiten entender el lenguaje del cuerpo y el del alma. Frente a ellos es posible detectar la enfermedad, espantar la tristeza del rostro, soltar el nudo que nos aprieta.
Justo en este momento me muestra un semanario sensacionalista de los años 70, en el cual aparece desnuda durante el rodaje de la película “Esposos en vacaciones”. La fotografía es en blanco y negro, pero a la altura de su sexo está escrita, con una agresiva letra roja, la palabra “extra”.“Qué lástima”, dice. “Dañaron la foto”.
Sonríe para celebrar su propio apunte y entonces descubro que sus ojos tienen la misma edad que tenían cuando le tomaron la foto, la misma edad que tendrán dentro de medio siglo, como si el tiempo, que a veces es miserable, no se atreviera a arruinar tanta hermosura.Sin dejar de contemplar su imagen en la revista, afirma que hoy en día los desnudos se han masificado tanto que han perdido parte de su interés.– Esto se está poniendo muy aburrido. Hay que hacer algo.– ¿Algo como qué?– No sé. Yo ya no soy modelo. Pero si quieres saber qué haría para agitar el ambiente y verme sexy en estos tiempos, te lo diré: vestirme de monja.

No hay comentarios: